Hervé Hérau atiende, en un piso de la avenue Montaigne de París, a algunas de las mujeres más bellas de Francia. Sus tratamientos faciales cuestan 600 euros; sólo realiza cuatro al día. Una de sus clientas más fieles es la actriz Laetitia Casta, quien ha dicho de él: “Su enfoque es verdaderamente único. Su espiritualidad y su tacto son una introspección en una misma”. Pero, ¿qué hace exactamente este gurú de las famosas galas? Con esta pregunta en la cabeza (y una buena dosis de escepticismo) me dirijo a Tacha, un centro de belleza que acaba de fichar a Hervé para que viaje cada dos meses a Madrid para realizar sus tratamientos.

Me tumbo en la camilla y cierro los ojos. Hervé no me habla; se limita a mezclar productos (utiliza los de su propia marca) e ir masajeándolos sobre mi rostro. Luego empieza a presionar mi vientre, con tal fuerza que me hace daño. Pasada una hora, me anuncia que el tratamiento ha terminado y me entrega tres botecitos: en uno de ellos hay un tónico, en otro una crema amarilla y en el tercero un ungüento marrón. Me pide que me los aplique en casa durante los próximos dos días. Siento como si la piel de mi cara estuviese atravesada por infinidad de cristales minúsculos; según Hervé, son las enzimas que están trabajando. Le pregunto por las presiones que ha realizado en mi vientre y me responde: “Es mi manera de conectar con tu energía”. Y me habla de los problemas emocionales que supuestamente ha percibido en mí.

Todavía sin creerme nada, me miro en un espejo. Y entonces alucino: ¡qué buena cara tengo! Lisa y con muchísima luminosidad. Me despido de él y me voy a casa corriendo; es viernes y tengo una cena en un par de horas. Esa misma noche, hasta tres personas distintas me dicen que me ven guapa. El lunes, en la redacción, cuatro compañeras me preguntan si me he hecho algo en la cara. Los piropos continúan durante toda la semana. ¿Será el efecto Hérau?