Hoy quiero confesarme: me apasionan los libros. De los que se acumulan y conquistan el espacio. Nada de "nubes". Por eso entenderán la segunda aclaración: soy lector analógico (y analfabeto digital). Y una tercera: soy comprador compulsivo. Utilizo los libros como antidepresivos. Me alegra recibirlos. Me "pone" hojear los bien editados. Comprobar cómo bailan las garamond italic o desfilan las helvéticas en una página, descubrir la suavidad o la rugosidad del papel, sentir el cosquilleo en el estómago por el diseño de una portada. Porque sí, los libros son también objetos.Sueño con una biblioteca infinita. No como la que imaginaba Borges –un estado metal donde el saber se desborda– sino física.

Imagino una sucesión de habitaciones forradas de libros y con algo de arte. Como la casa del crítico Mario Praz en Roma. Que es su mejor obra y hasta le dedicó un libro, "La casa de la vida". Y si solo puedo tener una estancia, me quedo con la habitación cuasi-circular en una torre del filósofo Michel de Montaigne. (Por cierto, tanto el apartamento como el castillo se pueden visitar). El libro es otra forma de viajar –sobre todo si lo abres y lo lees–.

En las últimas semanas me he hecho amigo, casi colega, de la panda de Virginia Woolf. Los chicos de Blooms-bury se merecen un estante propio. Uno te lleva a otro. Woolf –de soltera, Stephen– se casó con el editor Leonard Woolf gracias al trabajo de celestino del biógrafo Lytton Strachey que, tal vez, estuvo enamorado de los dos. Vanessa, la hermana pintora de Virginia, se desposó con el crítico Clive Bell. Aunque éste coqueteó descaradamente con la escritora una vez casado. Los señores Bell tenían una relación abierta que permitió a Vanesa estar con otro artista, Roger Fry, o un pintor bisexual, Duncan Grant. Por cierto, este último fue amante del economista Maynard Keynes y tuvo una hija biológica con la señora Bell, Angélica, que se casó con el editor David Garnett, un antiguo amante de su padre. ¡Y todos escribían! Una biblioteca es siempre personal, nacida de la subjetividad y con un resultado incierto.

Hay oligarcas –me apetecía escribir esa palabreja– que las encargan, pero no dejan de ser únicas. El pintor Piero Fornasetti en el dormitorio de invitados de su casa de Milán, pintado todo en rojo, solo permitía libros encuadernados en ese tono. ¿Entre los títulos? Rojo y negro de Stendhal o La letra escarlata de Hawthorne. Es un criterio como otro cualquiera.El libro –paso hablar de los catálogos de arte– te permite tener en casa a Picasso, Goya o, incluso, Da Vinci. Ha sido a través de ellos como conocí realmente la obra de Wolfgang Laib, Agnes Martin, Guy de Cointet o Thomas Schütte. Nunca tendré un Peyton ni un Kelly pero tengo unas ediciones exquisitas de retratos de la primera y de dibujos de plantas del segundo. Son mi colección.El papel impreso te permite visitar exposiciones legendarias como "Sensation: Young British Artists" (1997); algunas de las bienales "inSITE" (1992 - 2005); "Freeze" de Damien Hirst (1988); "An Unruly History of the Readymade" de Jumex (2008) o polémicas como "Cocido y crudo" (1994), del Museo Reina Sofía, que costó la cabeza a su directora. Y los libros también decoran pero, sobre todo, hablan de uno.

Me pongo frívolo. Eviten, en mesas de café, ediciones democráticas de arte de una editorial alemana o pretenciosas pero vacías de una francesa afincada en Nueva York. Una última confesión. Mientras he escrito esta columna, tres nuevas joyas han caído: Specific Objects Without Specific Form de Félix Gónzalez-Torres (Fondation Beyeler); A Pen of All Work de Raymond Pettibon (New Museum) y Guillermo Kuitca (Hauser & Wirth). Solo es cuestión de días que llegue el mensajero y me dé el subidón. •