Tamara Falcó: La perfecta anfitriona
‘It girl’, miembro de la ‘high society’ y abanderada del ‘glamour’ y la elegancia, la hija de Isabel Preysler nos abre las puertas de su ático para hablarnos del arte de recibir. Así es ella de puertas adentro.
Llamo a la puerta de su casa, en el madrileño barrio de Salamanca, muy temprano, aunque diez minutos después de la hora fijada. A pesar de que se trata de un rendez-vous profesional, no rompo la norma de urbanidad que a la Tamara Falcó anfitriona —según me confiesa después— más le fastidia que se transgreda: llegar a una invitación antes de tiempo. «Lo encuentro de fatal educación. Siempre hay algún detalle que debes resolver a última hora y el hecho de que te pillen sin tenerlo todo a punto lo llevo mal».
Abre la propia Tamara enfundada en un quimono y con el pelo húmedo envuelto en una toalla. No hay en sus palabras de bienvenida ningún matiz distante. Más bien al contrario: la naturalidad de una joven de mundo que lo mismo pisa barro en Mozambique que alfombras persas en el Palacio Grimaldi. Y que, por encima de cualquier cliché, transmite la energía cálida de la buena gente. «Pasa, pasa», ofrece. Y desaparece hasta su dormitorio.
Menos es más: la segunda bienvenida me la da un salón de líneas limpias, con un sofá de esquina, una chaise longue y una mesa presidida por un retrato de familia (su madre, Isabel Preysler, y sus hermanos). Un biombo decorado con viñetas en blanco y negro separa la habitación principal de la cocina. De nuevo, en la nevera otro recuerdo familiar, esta vez de ella (una niña) al lado de su padre, Carlos Falcó, marqués de Griñón. En la pared, dos retratos inmensos en blanco y negro de sus bisabuelos. «Los paternos», aclara más tarde.
Ese muro, roto por una ventana que llena de luz el ambiente, da paso a la terraza, una azotea inmensa convertida en jardín urbano que es un canto a la felicidad y al buen gusto. Esa maravilla botánica en pleno centro de Madrid es, en realidad, el mayor lujo que descubro en su piso. Ese y el vestidor del dormitorio.
El resto es testimonio de sus gustos y de su estrenada independencia. «Empecé con el jardín en febrero», cuenta con orgullo mientras la cachorra de labrador, Vanille, mordisquea sus pies. «Aún faltan cosas, como una fuente y unos azulejos con la imagen de una virgen. Pero tiempo al tiempo… Al menos ya me he acostumbrado a regar, porque con eso he sido un desastre», confiesa riendo.
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