La escritora y socióloga israelí Orna Dornath revolucionó en 2016 el mundo de la maternidad con su libro '#madres arrepentidas' (editorial Reservoir Books). Un controvertido ensayo que puso sobre la palestra la concepción de la maternidad como algo siempre pleno y satisfactorio. En él da voz a diferentes mujeres para que hablen de sus propias experiencias, examina todo aquello que envuelve a este tabú y saca a la luz algo que, para mí, es la pura verdad: que existen mujeres que, tras ser madres, no nos sentimos 'realizadas'. No, no tenemos ningún tipo de plenitud ni pensamos que nuestra vida por fin tenga sentido después de traer a un hijo al mundo. Aunque le amemos profundamente, de haber sabido en lo que nos metíamos, no lo habríamos hecho. Así de simple.

A decir verdad, el hecho de ser madre nunca fue algo que tuviera en mente. De pequeña no jugaba con Barriguitas ni Nenucos. De adolescente, me diagnosticaron una enfermedad que requería de por vida una medicación que provocaba malformaciones fetales y me avisaron de que mis (posibles) embarazos serían de riesgo. De joven, me cambiaba de mesa si el bebé de la familia de al lado se ponía a llorar o pedía sin remordimientos a la madre que, por favor, le hiciera callar.

A los 23 años apareció 'él' y a los tres meses nos fuimos a vivir juntos. Pasamos siete años estupendos. Teníamos trabajo. Conocimos San Francisco y Las Vegas y nos recorrimos Francia e Italia en coche. Cuando llegábamos a casa, nos tirábamos en el sofá a contarnos las cosas del día, a leer, a jugar. Salíamos con amigos. Cenábamos en los mejores restaurantes de moda. Íbamos al cine todos los findes y luego hablábamos de la peli durante horas. Íbamos a conciertos. Los sábados y los domingos remoloneábamos en la cama hasta las 10. Nos tumbábamos en un banco o en un césped a charlar hasta las tantas. Nos reíamos sin parar.

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"Y pronto comenzó el autoengaño: todo sería maravilloso"

Y un día, no sé cómo fue, empezamos a pensar en tener hijos. Él sí que quería, él sería un padrazo. A mí me tuvo que animar. Quizás, en el fondo, me sentía obligada por la sociedad. 'Tocaba' hacerlo. Tenía más de 30 años y empezaba el 'tiempo de descuento' en el reloj biológico. Y pronto comenzó el autoengaño: todo sería maravilloso. Fantaseábamos con un bebé al que achuchar y con un niño con el que pasear de la mano por el campo. Ja.

Tres años, dos operaciones, dos fecundaciones in vitro y nueve meses después, nació mi hijo. Fue una sensación extraña cuando me lo pusieron sobre el pecho. La pediatra presionándome para que iniciara la lactancia, el primero de los malditos caballos de batalla que tenemos las madres. Luego llega el que opina de que lo abrigas mucho o poco; el que te dice que lo tienes que poner boca arriba o boca abajo; el del chupete sí o chupete no; el de 'no sabes cómo cogerle, déjame a mí'.

Todos opinando. Y es que otras personas tienen ayuda de esas personas que opinan: sus madres, sus 'salus', de amigas. Nosotros llegamos a casa y no había nadie más que nosotros. Esa misma noche, el bebé no dejó de llorar. Siempre había sabido por qué no quería tener hijos, pero aquel día lo refrendé... y se me cayó el mundo encima. Estaba atrapada. Aquello era irreversible. Las semanas siguientes, apareció la depresión posparto. No podía más. Apenas dormía. Cuando el bebé cogía el sueño, nunca más de una hora seguida, era yo la que lloraba. Arrojaba cosas contra la pared. Volví a fumar.

"¿Y si le dejamos en un orfanato?"

La relación con el príncipe azul comenzó a resquebrajarse. Él cuidaba del pequeño en mis crisis de ansiedad y no entendía que yo no pudiera con todo eso. Todos los días eran iguales: biberón, llantos, paseos. Nunca podías hacer nada. Si te sentabas a tomar algo, el bebé lloraba. Tenías que marcharte donde no te miraran mal; ahora me pasaba a mí aquello de lo que tanto me había quejado. Un día llegué a decirle al padre de la criatura que, por favor, le dejásemos en un orfanato. No podía más.

Cuando alguien venía a vernos, y todo el mundo alababa lo maravilloso que era la maternidad y lo bueno que era mi hijo, no me quedaba otra que poner esa maldita sonrisa forzada. ¿Cómo iba a decirles que estaba destrozada por dentro, que la maternidad no era para mí, que me aburría hacer purés, etiquetar la ropa para la guardería y rellenar todas las mañanas una agenda, que yo echaba de menos mi vida anterior?

Ay, esa vida. Cuando te quedas embarazada, nadie te dice la verdad. Según los científicos, el cerebro está programado para sobrevivir, así que solo te cuentan lo adorable que es su olor y la enorme ternura que se siente cuando le das de comer. Te dicen que las cosas malas "son rachas". Ajá. No te cuentan las noches de insomnio. No te cuentan que tendrás que salir arrastrándote por la puerta como un marine para que tu hijo no se despierte después de más de una hora meciéndole en brazos con 10 kilos de peso. No te cuentan que explotará con una rabieta en el momento menos oportuno. No te cuentan que te pedirá jugar cuando vuelves destrozada del trabajo y que te sentirás mal cuando te veas buscando una excusa para no hacerlo... simplemente porque te quieres sentar cinco minutos en el sofá.

"Cuando alguien venía a vernos y alababa lo maravilloso que era la maternidad y la bondad de mi hijo, no me quedaba otra que poner esa maldita sonrisa forzada. ¿Cómo iba a decirles que estaba destrozada por dentro?

Y, lo más duro de todo, no te cuentan que tu vida desaparece. Adiós al cine, a los restaurantes, a los conciertos, a levantarte a las 10 y a permitirte una buena resaca. No te cuentan que discutirás con tu pareja, todo el rato, constantemente, sin parar, en cada aspecto, sobre la educación y la crianza y que tu relación afectiva se resentirá y se convertirá en un campo de minas. Que pasaréis de estar compenetrados a no entenderos prácticamente en nada.

Quizás a ti no te pase. A mí, particularmente, esta situación me llevó a lugares inesperados de mi mente... y a consultorios. La maternidad destrozó mi psique y acabé en el psicólogo y en el psiquiatra. La maternidad me provocó ira, así de sencillo, y empecé a sacar lo peor de mí. Tenía miedo: no podía más, no sabía hasta donde podía llegar, y pedí ayuda. Psiquiatra, psicólogo, terapia de pareja: una reconstrucción de mi personalidad en toda regla.

"Me arrepiento de la maternidad, porque no es el lugar donde quiero estar"

Mi hijo acaba de cumplir 10 años. Y, ahora sí, lo puedo decir alto y claro, le adoro. No puedo renegar de que haya nacido la persona a la que más quiero en esta vida. Pero me arrepiento de la maternidad, porque no es el lugar donde quiero estar. Es una dicotomía con la que tengo que vivir: arrepentirme de la maternidad a la vez que me esfuerzo por cuidar y educar a un niño maravilloso.

Me preocupo por lo que come, voy a todas las reuniones del colegio, pido tutorías cada tres meses, establezco unas normas, leo sus libros infantiles, trabajo con él las materias de clase y me siento a su lado a repasar inglés. Pero odio profundamente todas estas tareas. Odio ser todo el rato el poli malo. No quiero ser la que pone restricciones. No quiero la falta de libertad que supone tener un hijo. No quiero tener ese segundo trabajo al llegar a casa.

No, lo siento.