Recién llegada de Valencia a la capital, una servidora no puede sino dejarse llevar con nocturnidad y alevosía por el maravilloso mundo de las fiestas veraniegas. Una actual corriente de 'parties' y encuentros hedonistas que se corona como la nueva movida madrileña de los millennials, los xennials, los X, los baby boomers y hasta abuelos pre "que se inventaran tantas nombres de generaciones". ¿A quién no le gusta una fiesta de verano? Según Esther Sánchez, del departamento de comunicación del Hostel The Hat: "los meses de temporada alta son sin duda los de verano, aunque también los fines de semana". Cuando no llevo ni dos meses en Madrid resulta que las roof top (o las azoteas, de toda la vida) se han convertido en el escenario perfecto para que la flor y nata del copeteo madrileño se junte y converse como en los bailes de antaño, sin wifi mediante. No en vano, de un año para otro, el interés por las azoteas ha crecido exponencialmente y son muchísimos los turistas (y los no tanto) que deciden ver la puesta de sol desde el cielo de Madrid.

La arriba firmante no podía ser menos y, aún gozando del cálido manto del anonimato (o sea, sin ser nadie relevante ni influyente) consiguió hacerse con un par de invitaciones para una de las fiestas al más puro estilo marbellí de los 90. Siempre me imaginé junto a Gunilla y Norma Duval con la tez color naranja y un caftán de brilli brilli. Sic.

El caso es que el día D y la hora H, después de sufrir la mayor puesta a punto jamás contada (depilación, exfoliación, hidratación y redención) me dispuse a ver y dejarme ver en una terraza de la Gran Vía. Aquella fiesta era para mí como el Baile de la Rosa de Mónaco. Yo, acostumbrada a las verbenas con farolillos y orquesta en la plaza de mi pueblo, rodeada de bloggers e influencers. (¡Mamá! ¿me has visto?) Y sí, me había visto. Hasta mi madre había oído hablar de las azoteas madrileñas, un negocio que aumenta cada verano y que ha posicionado a hoteles como el ME Reina Victoria o el Vincci The Mint, en cabeza de las terrazas más concurridas de la ciudad.

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The Hat

Llegué en taxi por aquello de no sufrir los tacones más de la cuenta. No tenía el más mínimo interés en andar transbordando metros de una línea a otra, y menos con mis zuecos berenjena de Primark, así que solo llegar al hotel ya me supuso 11 euros. "Mañana no salgo de cena y listos", pensé. Y es que el precio de los cócteles y combinados más apetecibles puede llegar hasta los 18 euros y no suele bajar de los 10 (como es el caso del famoso 'mojitown' de la terraza The Hat)

Al subir al ascensor, un amable caballero adivinó muy solícito que mi destino estaba en la azotea, así que subimos hasta el séptimo y allí se me abrieron las puertas del cielo.

Palmeras, potos y monsteras ambientaban el lugar y un hilo de luces led recorría la pared de ladrillo visto desde una fuente hasta la zona chill. Los camareros serpenteaban entre la multitud aferrados a sus sonrisas y a sus bandejas de canapés.

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A mi izquierda, una caravana (o food truck, para los modernos) atraía a curiosos y golosos que no se querían perder el algodón de azúcar multicolor y los palitos crunch de caramelo con avellana. Las terrazas se afanan por innovar cada verano y la oferta en gastronomía y bodega es un espectáculo para los sentidos. El RoofTop de The Hat, por ejemplo, ofrece unos Hard Candy Cócteles servidos con mucho hielo en una bolsita. ¿A alguien más le recuerda a los polos 'flash' que tomábamos de pequeños? A mi derecha, una dj de pelo indescriptible hacía las delicias de los asistentes al son de grandes éxitos y viejas glorias de ayer, hoy y siempre. No faltó Mi gran noche de Raphael, ese hit con olor a laca y Varón Dandy que de un tiempo a esta parte se había coronado como el himno de los treinteañeros amantes de los pelotazos facilones y pegadizos. Los asistentes, copa de albariño en mano, movían su cu-cu así y así discretamente al principio, descaradamente al final.

El ritmo llegaba a las alturas (muchas de las azoteas superan los 58 metros desde el suelo, como la del Círculo de Bellas Artes). Pero si algo tuve claro en aquella fiesta del eclecticismo y la vida trendy es que todos guardamos mucho la compostura hasta que aparece él. El monarca de las pistas de baile, el dueño y señor del verano de 2017, el inigualable Maluma (baby). No hay reunión que se precie sin que el rey de la música latina haga acto de presencia. Está claro que ha llegado para quedarse y, de hecho, los primeros acordes de Felices los cuatro fueron suficientes para que ellos y ellas movieran las caderas al son del colombiano, como si la Gran Vía fuera una extensión del propio Medellín.

He de reconocer que, entre charlas distendidas y saludos incómodos, los invitados preferían darle al reggeaton antes que a la sinhueso, y no es que una sea muy avispada, es que lo que al principio de la tarde era una viñeta de Jordi Labanda con chicas alargadas ataviadas con faldas fluidas, al final de la noche acabó siendo una secuencia de El Guateque de Peter Sellers. Juro que hasta apareció un elefante. O será el albariño, quién sabe.