Moríamos de ganas por ver El Gran Gatsby y hemos tenido la suerte de ser de los primeros, inmediatamente después de su estreno en Cannes. Avisados estábamos del despliegue creado por Prada y Tiffany para el estilismo de sus protagonistas y, aún así, nos hemos quedado fascinados con los vestidos, brazaletes, anillos, collares y tiaras de Carey Mulligan. Un espectáculo. Como las fiestas en la mansión de Jay Gatsby (Leonardo Di Caprio): exceso y desenfreno en plan noche loca en Ibiza, pero con mármol y diamantes.

Nos ha encantado ver la reconstrucción de ese Nueva York previo al crack del 29 en el que parecía bastar con abrir el bolso para recoger el dinero que caía del cielo. “Ver la ciudad desde el puente de Queensborough es como hacerlo siempre por primera vez” dicen en algún momento ante el ya entonces espectacular skyline.

Eso sí, echamos de menos muchas coas de la novela de Scott Fitzgerald y algunas de la adaptación anterior de Jack Clayton. ¿Qué fue de esa bruma que envolvía la bahía, de la decadencia de unos personajes que por fuera parecían una cosa pero rumiaban otra, de esos silencios que te obligaban a mirar a los ojos a Mia Farrow y Robert Redford para descubrir qué les pasaba por dentro? En la película firmada por Baz Luhrman la espectacularidad de las imágenes, los excesos de la música y la omnipresente voz en off de Nick Carraway (Tobey Maguir) que todo te lo cuenta borra casi todo lo demás. Nos divierte, pero no nos emociona ni nos conmueve a excepción, tal vez, del instante en el que Daisy Buchanan dice: “Ojalá mi hija sea tonta. Es lo mejor que puede ser una niña, guapa y tonta”.