Lillian Bassman (Nueva York, 1917-2012) revolucionó la fotografía de moda jugando con la luz y experimentando con ácidos y pinceles, técnicas que dieron como resultado imágenes cargadas de elegancia y ensoñación «en una época en la que la fotografía mostraba situaciones estáticas y nada sensuales». La que habla es María Millán, comisaria de la exposición que llega a la Galería Loewe de Madrid como parte del festival Photoespaña: «Es fascinante la capacidad que tuvo de reinventarse e incorporar su experiencia y su creatividad a todo aquello que acometía. Mantuvo siempre una frescura y un lenguaje únicos como editora gráfica, fotógrafa comercial, diseñadora de moda y artista».

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Su carácter inquieto le hizo abandonar las revistas y la publicidad en los años 70, cuando consideró que ya no tenía margen para crear nada. Entonces tiró todas las fotos que había realizado; sólo una bolsa de negativos se salvó de la quema, gracias a uno de sus asistentes. «En aquel tiempo no existía un gran mercado de coleccionismo de fotografía», aclara la comisaria, «por lo que consideró que, una vez publicadas, no tenían más valor». Sin embargo, a raíz del éxito de una exposición en Nueva York, recibió varios encargos que le llevaron a regresar en los 90. Tras sumergirse en el trabajo de la fotógrafa, Millán no duda a la hora de escoger su obra favorita: The night fantastic, que realizó en Times Square cuando tenía 80 años y que se publicó en The New York Times. «Nada se le ponía por delante a su edad».

Bassman trabajó como modelo antes que como editora gráfica, etapa en la que abrió las puertas de las revistas a grandes de la fotografía como Richard Avedon o Robert Frank. Como maestra de la cámara solía decir que su contribución había sido «retratar el mundo de la moda femenina plasmando los sentimientos de una mujer vistos por los ojos de otra mujer». Su vida personal es también una muestra de perseverancia y libertad; conoció a su marido, el fotógrafo Paul Himmel, cuando ella tenía 6 años, y a los 15 pidió permiso a sus padres para irse a vivir con él. Permanecieron casados más de siete décadas y tuvieron un par de hijos. «Creo que eran dos personas muy apasionadas, independientes y respetuosas de la libertad y el espacio del otro. Supieron compartir su vida juntos», explica María Millán. «Admiro su pasión, que luchara por aquello en lo que creía, tanto en lo profesional como en lo personal, y que nunca dejara de probar cosas nuevas». ¿Una prueba? Antes de fallecer, a los 94 años, seguía experimentando con la fotografía digital y el ordenador. «No es laboratorio», decía, «pero también es divertido».

 Pinceladas, hasta el 27 de julio. Galería Loewe, Serrano, 26, Madrid.