Tener a Jude Law (Londres, 1972) cara a cara no es algo que suceda todos los días. Sus ojos azules y su media sonrisa son dos de los mitos del cine de nuestro tiempo y traspasar la pantalla siempre implica el riesgo de quedar decepcionado. Pero no sucede así. Aparece vestido totalmente de azul con pantalón ancho de lino, camiseta, chaqueta y un bronceado como el que lucía en El talento de Mr. Ripley. Hay que decir que esta entrevista tuvo lugar en Venecia, durante el Festival de Cine, donde presentó el corto The Gentleman’s Wager rodado para la marca Johnnie Walker, y que venía de pasar unos días de vacaciones con su familia. En persona provoca un efecto similar al de muchos de sus personajes: uno de esos tipos encantadores y cool que fascina tanto a hombres como a mujeres. Aunque la edad le ha ido transformando la belleza despreocupada en un carisma incuestionable. «Entiendo la vida como un proceso para mejorar cada día, aprender de mis errores y ser cada vez más fiel a mí mismo. El reto es estar absolutamente contento en mi piel. Y sí, creo que lo estoy consiguiendo».

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Resulta difícil imaginar que alguien que ha tenido que tragar con lo que ha tragado Jude Law resulte tan simpático y despreocupado con todos los que le rodean, incluida la prensa. Durante años los paparazzi lo siguieron día y noche, y cada crisis, infidelidad, rumor de infidelidad o de reconciliación, tanto con Sadie Frost, con quien tiene tres hijos, como con Sienna Miller, su novia entre 2003 y 2006 y de nuevo entre 2009 y 2011, fueron reportados al detalle por los tabloides ingleses. Después se supo que su teléfono era uno de los pinchados por News of the World y fue citado a declarar en el juicio contra los directores del periódico. Allí, delante de toda la sala, se enteró de que un familiar suyo había estado vendiendo sus secretos a la prensa durante años. También tuvo que escuchar al magistrado leer públicamente los mensajes que Sienna Miller enviaba al móvil del Agente 007 Daniel Craig (su amigo, para más inri), con quien ella le engañaba («lo siento, no puedo hablar, estoy con Jude, te quiero» y cosas por el estilo). Previamente él la había engañado con la niñera, lo que, por supuesto, también fue comentado por todos los medios. Aun así, no tiene problemas en hablar abiertamente de sus hijos, de 18, 14, 11 y 5 años, y compartir información sobre la casa a la que se ha mudado hace unos meses en Highgate, un barrio al norte de Londres en el que Kate Moss, Sting o Clive Owen son algunos de sus vecinos. «No tengo caprichos caros ni siento demasiado apego a las cosas materiales, disfruto más de las experiencias vividas que de poseer cosas Esa casa es el único objeto al que le doy verdadero valor. Me mudé hace unos meses y le he dedicado mucho trabajo e  ilusión» (la prensa inglesa dice que también una verdadera fortuna). «Hay muchos lujos que no me puedo permitir –continúa–, pero parte de la vida es asumir todo aquello que no puedes tener y aceptarlo. De todas formas, ninguna de esas cosas me daría la felicidad». Recogemos el guante y le preguntamos en qué consiste para él: «La felicidad es alcanzar la tranquilidad de espíritu». 

Entre los 25 y los 35 años interpretó 25 películas, con nominación al Oscar incluida por El talento de Mr. Ripley. Pero ha bajado la intensidad y ha probado que su éxito iba más allá de bellezas juveniles y popularidades efímeras. De hecho, en los últimos años le hemos visto interpretar al marido humillado por Anna Karenina (cuando hace unos años él habría sido el irresistible Vronsky) y al trasnochado (y feo) ladrón de Dom Hemingway: «Es importante afrontar retos y a los 40 es más fácil encontrarlos que antes, porque te proponen cosas más insólitas. Para hacer de protagonista guaperas siempre hay sangre nueva, pero cuando tienes una trayectoria larga te sorprenden diciendo: “Hemos pensado que puedes hacer esto bien”. Me estoy preparando para el día que me digan: “Hay un papel de abuelo para ti en esta película”». Además, se ha permitido volver al teatro, esa pasión que le llevó a dedicarse a la interpretación y que le hace hablar en la vida real como un personaje de Shakespeare: sacando la voz del estómago, mirando fijamente a los ojos y envolviendo con su cuerpo todo el aire que tiene alrededor. En 2009 interpretó a Ham-let en Londres y Nueva York y el año pasado su Enrique V fue calificado por el crítico de The Telegraph como «el más rico y complejo que he visto nunca». «Parte del encanto de hacerse mayor es plantearse desafíos nuevos para que la vida resulte variada. No tienes por qué llegar a tu destino hasta el final». Él se ha aficionando tardíamente a la escalada. «Hace poco hablaba con mi padre en su jardín (vive en el sur de Francia) y me preguntaba si tenía miedo. Le dije que por supuesto, pero manejarlo y superarlo es lo que me hace sentir vivo. Esa sensación se ha convertido en un motor importante en las decisiones que tomo: en el trabajo, en los hobbies, en todo. Me siguen asustando muchas cosas, pero con la edad siento que tengo el miedo bajo control, y eso me gusta».

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Con ese Jude Law casi temerario convive un padre de familia ejemplar. Sus tres hijos mayores, Rafferty, Iris y Rudy, viven entre su casa y la de su madre. La cuarta, Sofia, es fruto de una breve relación que mantuvo con la modelo Samantha Burke. Dice que un día perfecto para él empieza «levantando a los niños y llevándolos al colegio. Vuelvo a casa a las 8:30 y me meto otra vez en la cama para dormir un rato más. Esa es la gloria de la mañana. Después leo la prensa, entreno y tal vez visito alguna galería. Y por la noche una buena cena y un teatro, o algo así. Eso es un día sencillo y muy agradable para mí». También cocina, y jura que se le da bien, incluidos los menús vegetarianos para su hija Iris. «De todas formas mis hijos están muy bien educados en ese sentido. Siempre me dicen que está todo bueno».

De él dice su amigo Jake Scott (hijo de Ridley Scott y creador de videoclips para Radiohead y U2, además de director del corto que ha venido a presentar en Venecia) que tiene «ese tipo de encanto que le hace llevarse bien con otros tíos, y que desprende ese aire de las antiguas estrellas del cine, al tiempo que resulta muy accesible». Le hemos preguntado a Jude qué opina de esta afirmación. «En la amistad masculina existe un silencio cómodo, y eso me gusta. Una vez que surge ese lazo entre dos hombres pueden pasarse años sin llamarse, mandarse mensajes ni tonterías por el estilo y en cuanto se vuelven a ver reconectan de inmediato sin tener que hablar todo el rato. Pueden simplemente sentarse a tomar algo. Hay una extraña armonía en ello». En cuanto a su estilo, se empeña en aclarar que no tiene nada que ver con Hollywood y remarca su condición de actor inglés como seña de identidad. Es cierto que encarna ese aire exquisitamente clásico de los caballeros británicos, «aunque hoy en día todos tenemos una estética bastante internacionalizada: compramos en las mismas tiendas, nos vestimos parecido. ¿Pero a quién no le gusta un traje hecho a medida? Me encantan las sastrerías de Londres, los zapatos de Lobb y un Johnnie Walker con hielo. Aparte de esto, no llevo una vida decadente ni tampoco muy glamurosa».
Pronto empezará a rodar una película, Genius, en la que interpreta al escritor Thomas Wolfe, cuya biografía está devorando estos días. Colin Firth y Nicole Kidman, con quien ya coincidió en Cold Mountain en 2003,  completan el reparto. Y ya le espera la tercera entrega de Sherlock Holmes, franquicia que le ha traído una buena fuente de ingresos y a uno de sus grandes amigos en los últimos tiempos, Robert Downey Jr. Habla del cambio que ha experimentado en los últimos años en su percepción del trabajo y, sobre todo, del tiempo. «Cuando era más joven no tenía ninguna perspectiva. Pensaba: “Me quedan años por delante”, y flotaba por encima de las cosas con una especie de ceguera. Después te das cuenta de que los has dejado pasar, a menudo haciendo tonterías». Eso es lo que a veces trata de hacerles ver a sus hijos, como cuando le dijo a Rafferty que no le permitía hacerse un tatuaje –pese a que él mismo tiene varios, incluidos unos versos dedicados a su ex mujer– porque un adolescente «no tiene ni idea de lo que significa “para siempre”». «El tiempo se hace progresivamente más valioso», dice inclinándose por primera vez sobre la mesa y apoyando la cabeza en la mano. «No quiero ni imaginar cómo es cuando tienes 80 años: cada segundo, cada movimiento... Debe de doler, sí».