Después de rodar Orgullo y prejuicio (2005), Expiación, más allá de la pasión (2007) y La duquesa (2008), intenso cine de época que invita al lagrimeo, Keira Knightley (Londres, 1985) llegó a la conclusión de que tenía que explorar territorios contemporáneos y meterse en personajes con los que el público pudiese identificarse fácilmente. El porqué del viraje hay que buscarlo en un comentario inocente: «Un amigo nos dijo a mi marido –James Righton, cantante de la banda de electro-punk-rock Klaxons– y a mí: “Me parecéis una pareja estupenda, un músico que hace que la gente se lo pase genial y una actriz que consigue que se eche a llorar”. Me sonó tan mal que pensé: “Vale, necesito algo un poco más divertido”». Aquella decisión la llevó a enrolarse en el reparto de un par de apacibles películas de espíritu indie (Laggies y Buscando un amigo para el fin del mundo), dos aceleradas cintas de tiros (London Boulevard y Jack Ryan: Operación Sombra) y la comedia musical Begin Again, un inesperado pelotazo en el que se vio obligada a aclararse la garganta y cantar («si hay alguien delante, no me queda más remedio que beber hasta desmayarme para agarrar un micrófono»). Ahora, digerida la dosis de siglo XXI y de papeles menos complejos, la actriz vuelve a viajar al pasado –en concreto, hasta el ecuador del XX– y presenta The Imitation Game (Descifrando Enigma), duro y aplaudido biopic de Alan Turing, el matemático inglés que, durante la Segunda Guerra Mundial, descifró los códigos secretos de los nazis (se estrena el 1 de enero). En él, Keira tiene la oportunidad de dar réplica a uno de los actores del momento y uno de sus mejores amigos, Benedict Cumberbatch, con quien ya coincidió en Expiación, más allá de la pasión y que, en cierta ocasión, tuvo el detalle de golpear en el brazo (medio en broma medio en serio) a un periodista que la había criticado con dureza. «Cuando volvimos a encontrarnos, le pregunté si era verdad que había pegado a un reportero y me contestó: “¡Por supuesto!”», se regodea. «Ha sido una pasada trabajar con él... ¡y no me ha hecho falta besuquearle! –Alan Turing era gay–». Ese es, precisamente, uno de los retos que aún no ha afrontado: filmar escenas de sexo con amigos («¡joder, qué horror! Creo que rechazaría cualquier guión que lo exigiese»).

Con un sentido del humor explosivo y un palpable temor a las entrevistas («resulta difícil no ponerse a la defensiva»), Knightley se esfuerza por parecer la mujer normal que desea ser. «A veces te sientas en un parque o a tomar un café y notas que todo el mundo se mosquea, que te mira en plan “¿qué estás haciendo aquí?”. Esperan que vivas en una nube, que seas una estrella las veinticuatro horas del día y nunca abandones tu mundo de fantasía; les parece raro y decepcionante encontrarte en sitios corrientes», lamenta. En su afán por no caer en los vicios de Hollywood, tiene claro que jamás animaría a una hija adolescente a dedicarse al cine (sí, contempla la maternidad). «No es que me arrepienta del camino que he seguido –aclara–, pero pasé mucho tiempo aguantando frases del tipo “eres una pésima actriz y una anoréxica y el público te odia”. Para alguien que no ha alcanzado la mayoría de edad o que acaba de cumplir los 20 es una experiencia fortísima». Pecados de una industria a la que, para rematar, tacha de machista: «Hay que admitir que falta igualdad sobre el terreno de juego... Y que conste que yo adoro a los hombres. Bueno, a todos no: algunos son gilipollas».