Cuando te quedas embarazada por primera vez a los 40 te inunda una sensación de sorpresa y extrañeza a la vez, sobre todo, después de haber pasado unos años de sentimientos contradictorios.

Me quedé embarazada a la antigua usanza. Para empezar, no estábamos "intentándolo" una expresión que no me gusta nada, puesto que ya nos habíamos hecho a la idea de que, a aquellas alturas, ya no iba a quedarme embarazada. Todo apuntaba en esa dirección, porque, cuando diez años antes dejé de tomar la píldora, mi periodo desapareció por completo y empecé a disfrutar de una especie de año sabático indefinido. Decidí consultar a varios ginecólogos y me sometí a un sinfín de pruebas. Acudí a naturópatas, acupunturistas y endocrinos, pero ninguno de ellos me supo dar una explicación a lo que me ocurría.

Llegó un momento en el que dejé de preocuparme.

Estaba cansada de tantas pruebas y de batallar con mi cuerpo. Y aunque siempre había pensado que algún día sería madre, en el fondo me preguntaba si de verdad quería serlo o si eran las convenciones las que me inclinaban a pensar así.

Sabía que un tratamiento de fertilidad no era lo más idóneo en aquellos momentos: los inconvenientes económicos, emocionales, físicos y los que afectarían a la pareja eran, sin duda, demasiados y la idea de dedicar gran parte de mi vida a lo único que no tenía no me parecía que fuera bueno para mi salud mental. Otras personas son más fuertes que yo y están más seguras de lo que quieren. Las admiro, pero ahora sé que no soy una de ellas.

Así, que asumí que no iba a tener hijos. ¿Qué otra cosa podía hacer?

ser madre ¿no acabaría con mi creatividad?

Pero decir que simplemente acepté el hecho de que no iba a ser madre sería como no contar la historia completa. En primer lugar, me di cuenta de que no estaba segura de querer tener hijos. Renunciar a mi vida, a mis ambiciones, caprichos y deseos no era algo que me atrajera.

Además, el hecho de ser madre ¿no acabaría con mi creatividad, con la alegría de vivir, con mi cuerpo, con mi cerebro y mi libido? Me gusta hacer planes por sorpresa, viajar a lugares inhóspitos, comer alimentos poco aconsejables. Creo que la mejor forma de pasar un fin de semana es salir a tomarte unas cañas por ahí y leer tranquilamente el periódico de los domingos. Muchos aspectos de la maternidad me parecían una tortura: poner caritas y hacer ruidos sin sentido, cantarle canciones al bebé una y otra vez… Estaba convencida de que lo de ser madre no iba conmigo.

Además, no tener hijos me permitía hacer lo que me gustaba, escribir la columna de sociedad para el periódico de mi ciudad, y para ello pasaba mucho tiempo charlando con la gente en fiestas nocturnas, repletas de comida y champán. Cuando no eran las fiestas, eran los actos benéficos los que me mantenían ocupada. También escribía sobre feminismo y otros aspectos culturales y me sentía muy bien por vivir de una manera que iba en contra de las convenciones ligadas al hecho de ser mujer.

A medida que pasaban los años, empecé a preguntarme si era posible que mi cuerpo estuviera expresando mis dudas de una manera física. Control de natalidad emocional. ¿Era posible que mi psique no estuviera segura acerca de la posibilidad de ser madre y estuviera siempre poniendo excusas para que mi cuerpo se negara a procrear?

O era al revés: tal vez tenía que engañarme a mí misma con el fin de aceptar mi realidad física. Con mis excusas me sentía bien. Cuando no servían, tenía a mi tribu. Mi amistad con otras mujeres que no tenían hijos me reconfortaban más que las otras: teníamos un tabú en común, éramos gente rara.

¿era posible que mi psique no estuviera segura acerca de la posibilidad de ser madre, y estuviera siempre elaborando excusas y razones, que mi cuerpo se negara a procrear?

Pero mi tribu cada vez tenía menos miembros: parecía que para muchas, no tener hijos no era una opción. Cuando alguna de mis amigas anunciaba que estaba embarazada lo hacía con un tono dubitativo, pero al final acababa diciendo: "Lo he pensado muy bien y voy a hacerlo". Al final, demostraban tanta alegría que yo me sentía distinta por haber decidido lo contrario. Era un bicho raro. No puedo hablar de la soledad que sufren las mujeres que luchan contra la infertilidad, sólo puedo hablar de la mía. Pero, aunque seguía convencida de que no quería tener hijos y estaba contenta por ello, cada vez que una amiga me decía que estaba embarazada, sentía una punzada en mi interior. Era como si estuviera quedándome rezagada.

En aquellos momentos, cuando me asaltaba la tristeza o pensaba en esa vida a la que había renunciado, empezaba a pensar en las famosas que no tenían hijos. Gloria Steinem, Sarah Silverman, Jennifer Aniston, Julia Child…Para mí eran como talismanes que guardaba en mi bolsillo emocional.

Esta sensación se prolongó durante algún tiempo. Años. Hasta que llegué a un punto en el que decidí no volver a comparar mi vida con la de nadie. Hasta que comprendí que era yo quien había tomado aquella decisión y que era una buena decisión. La próxima vez que una amiga me dijera que estaba embarazada, no sentiría ninguna punzada, sólo alegría, entusiasmo e interés por lo que le ocurría a mi amiga.

A medida que me aproximaba a la barrera de los 40, ya había asumido que era muy posible que nunca fuera madre y que, si eso ocurría, no pasaba nada. Me sentía un poco triste, pero, al mismo, tiempo, era como abrir una válvula de escape, una forma de dejar salir la presión que sentía por mi inseguridad y por mi indecisión. No me había dado cuenta de lo pesada que podía llegar a ser esa carga.

Fue entonces cuando, inesperadamente, volvió mi ciclo menstrual, regular como un reloj. Algo había asumido el control dentro de mí y se había deshecho de la píldora emocional. Pero entonces, antes de que me diera tiempo a decir Tampax, volvió a desaparecer. Mis pechos empezaron a dolerme. Estaba tan agotada que cuando llegaba a casa lo único para lo que me quedaban fuerzas era para acurrucarme en el sofá y ver la televisión. Hasta que un día tuve una premonición.

Salí a la calle y compré una prueba de embarazo. Cuando llegué a casa me hice la prueba y, antes de terminar de orinar, ya habían aparecido el positivo. Lo primero que hice fue dejarle un mensaje histérico a mi médico y a continuación empecé a buscar la cantidad de cafeína que podría tomar a partir de entonces.

Estaba aturdida. No me lo podía creer.

Todavía no me lo creo. ¿Cómo puede ser que aquel pálpito se convirtiera en un latido, un latido que se convirtió en unas pataditas que fueron creciendo hasta convertirse en un encantador, a veces protestón, bebé al que amo con una intensidad que no sabía que era capaz de expresar?

Tengo unas ojeras de narices. Pero soy feliz.

Pero, además del amor de madre, tampoco me puedo olvidar del cansancio, la preocupación, la paciencia y la abnegación que he experimentado como madre. Llevo la blusa manchada con vómitos, no siento los pezones y tengo unas ojeras de narices.

A pesar de todo, estoy muy contenta. Mucho. Y estoy convencida de que mi felicidad tiene que ver con el tiempo que he tardado en llegar a donde estoy. Después de estar acostumbrada a una forma de vida durante tantos años, que las cosas cambien tan de repente, lleva implícito una sensación de estar viviendo una aventura.

Tengo que haceros una confesión: mi edad es una de mis partes preferidas de esta historia. Me gusta pensar que mi cuerpo conocía a mi alma mejor que mi cabeza y que se puso en marcha sólo cuando yo estaba preparada. ¿Unos ovarios inteligentes? ¿Quién sabe? Quizás mi alma se dio cuenta de que mis óvulos estaban inquietos y mis emociones hicieron el resto.

Algunas personas han sentido una especie de alivio por mí, como si se alegraran de que, finalmente, me hubiera dado cuenta de que mi vida no tenía sentido ¿no es estupendo que me haya salvado antes de que fuera demasiado tarde? A ellos les quiero decir: gracias, pero os equivocáis. Sé lo afortunada que soy ahora, pero también sé que mi vida siempre ha tenido sentido. Era mi vida. Tan mágica y mundana como cualquier otra. Ahora no es mejor ni peor porque me haya encontrado a mi misma embarcada en esta nueva aventura. Hubo un momento en el que vomitar en mi sujetador significaba que había pasado una noche magnífica. Ahora puede que sea una señal de que es martes. ¿Quién puede decir cuál es mejor o peor?

Ahora soy una mamá insoportable, pero quiero que mi hijo sea consciente de que es una persona con sus propias ideas, con toda una vida por delante para hacer lo que le haga feliz. Y habré hecho bien mi trabajo si puedo enviarle ahí fuera con la seguridad de que, sea el que sea el camino que escoja, su vida tendrá sentido.

Vía: ELLE US