Ese día amanecí más nerviosa de lo habitual, el viaje que en ese momento me tocaba emprender sería muy diferente al resto. Poder pisar Tierra Santa tenía un significado muy especial para mí teniendo en cuenta la educación religiosa que había recibido desde pequeñita. Adentrarme en los lugares que se describen en la Biblia, donde han tenido lugar importantes episodios de la historia, sería una vivencia que jamás olvidaría. Y aún la sigo recordando con especial cariño.

Pero Israel va más allá de Tierra Santa. Es un país que, además de haber sido cuna de tantísimas civilizaciones, ofrece experiencias muy especiales para poder disfrutar con los cinco sentidos. Su arte, su gastronomía, su música, su moda, sus aromas, sus secretos de belleza (el Mar Muerto es un punto clave para ello) y, en definitiva, el gran talento de los israelíes para los diferentes campos queda latente en cada rincón.

La aventura comenzó en Tel Aviv, la segunda ciudad más grande del país, actual capital y centro de la economía global de Israel. Aterrizamos por la tarde en el aeropuerto internacional Ben Gurion después de haber pasado por extremos controles de seguridad desde que salimos de España y, aunque confieso que pueden resultar un poco incómodos, luego se agradecen porque te hacen sentir mucho más tranquila. Israel está considerado como uno de los países más seguros del mundo, aunque sueño con que algún día se respire tanta paz y amor que no haga falta ningún tipo de vigilancia para poder circular sin miedo por cualquier lugar.

El día de nuestra llegada no pudo ser mejor. Coincidió con la famosa fiesta de Purim, una de las fechas más alegres del calendario hebreo, en la que se conmemora que muchos judíos –según cuenta el Libro de Esther– se salvaron de un gran exterminio que un rey persa ordenó llevar a cabo en el año 450 a.C. Además de ayunar el día anterior y vestirse con una original vestimenta, una de las tradiciones singulares es tomar unos deliciosos dulces llamados orejas de Haman, que la encantadora azafata de EI AI Israel Airlines ya nos había dado a probar en el avión para que fuéramos conociendo algunas de las tradiciones de su país.

Tel Aviv significa La colina de la primavera. Es muy moderna y cosmopolita, y siempre está en plena acción, por eso se la conoce también como La ciudad que nunca duerme. Se ha puesto tan de moda que hasta importantes celebridades, como Madonna, han llegado a pagar precios desorbitados por tener un ático en uno de sus edificios.

Me pareció que tenía una magia especial la antigua población de Jaffa, que aún conserva la huella del Imperio Otomano, donde disfruté de un rico almuerzo típico israelí en el restaurante tradicional Dr. Shakshuka. La llamada Ciudad Blanca está ubicada en el barrio Rothschild (uno de los más poderosos), fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2003 y alberga la mayor concentración de edificios de arquitectura Bauhaus.

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El animado barrio Neve Tzedek es uno de lo más punteros y la Colonia Americana de los Templarios (Adam´s City) fue creada en el siglo XIX por protestantes norteamericanos. Aquí descubrí la tienda Maskit, una firma de moda distinguida en Israel, fundada por la diseñadora Ruth Dayan en 1945 con el fin de dar trabajo a los inmigrantes. La playa dota de gran atractivo a la capital israelí, así como las agradables vistas al mar. Es una delicia levantarse pronto y poder hacer deporte matutino por el paseo marítimo, a un paso del Shalom Hotel. En este alojamiento boutique lleno de encanto descansé durante esos días.

El recorrido por Israel continuaba su rumbo hacia el norte para conocer Acre, una de las poblaciones más antiguas del mundo, que tuvo especial protagonismo durante la Tercera Cruzada. En el camino, paramos en Holon para visitar el Museo de Diseño, joya de fama internacional y obra del diseñador industrial Ron Arad, nacido en Tel Aviv.

Ya en Acre, tuve la suerte de conocer a otro israelí de pro, el famoso chef Uri Buri (propietario del Effendi Boutique Hotel), que me contó algunos secretos de su cocina recogidos en varios libros que ha publicado. Fue un guía de excepción en esta villa histórica.

A medida que me adentraba en Tierra Santa, en su mayoría custodiada por los monjes franciscanos, más me invadía la emoción interior de poder revivir diferentes pasajes de la Biblia, como si de una película se tratase. La primera noche la pasamos en Galilea, en el Mitzpe Hayamim, un hotel rural muy genuino que tenía su propia granja y huerto para surtirse de productos frescos. Después, visitamos Nazaret, donde se encuentra la Basílica de la Anunciación; confieso que fue el lugar que más me decepcionó porque lo esperaba más auténtico. Paseamos por el Monte de las Bienaventuranzas, Cafarnaúm –donde Jesús realizó varios milagros según la Biblia–, Mágdala –donde al parecer nació María Magdalena– y Yardenit, lugar perfecto para que los visitantes experimenten el ritual del bautismo en el Río Jordán.

El Mar Muerto sería la próxima parada en el recorrido. Famosas son sus saladísimas aguas –en las que puedes flotar sin esfuerzo alguno– y también sus barros, que te dejan la piel como el terciopelo. Después de un día de relax mimando el cuerpo, nos dirigimos a Masada, en el desierto de Judea, que es de los lugares más impactantes en los que he estado en mi vida. Se trata de un yacimiento arqueológico donde se encuentran los restos de una espectacular fortaleza construida por Herodes 40 a.C, que la Unesco nombró Patrimonio de la Humanidad en 2001. Es el segundo rincón más visitado de Israel, después del Muro de las Lamentaciones.

El broche de oro de este viaje fue Jerusalén, considerada santa por las tres religiones monoteístas más importantes del mundo: judaísmo, cristianismo e islamismo. Aquí conviven, y se han encargado de marcar claramente su territorio. Jerusalén te hipnotiza por la energía tan fuerte que desprende, teniendo en cuenta que ha sido escenario de sangrientos capítulos de la Historia. El Muro de las Lamentaciones, el Santo Sepulcro y la Cúpula de la Roca son destinos sagrados de obligada visita, donde impresiona ver la intensidad con la que los fieles de diferentes creencias rezan sus oraciones. La pena es que el turismo ya ha robado algo de esa paz que se espera encontrar. En cambio, en el Monte de los Olivos y el Jardín de Getsemaní aún se conserva un remanso de tranquilidad que recuerda más al que debía haber antaño.

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El Mamilla Hotel, donde me hospedé, es de estilo contemporáneo y está muy bien ubicado. Desde allí di largas caminatas para ir descubriendo cada rincón de esta imponente urbe. Me impactó el minucioso trabajo de reconstrucción, piedra a piedra, del muro de la avenida Alrov Mamilla, una de las más comerciales de la ciudad. También me encantó visitar el Yad Vashem (centro construido en memoria de las víctimas del Holocausto), el Museo de Israel (su restaurante Modern es muy recomendable), Mahane Yehuda Market (un mercado local muy animado) y el restaurante The Eucalyptus, del chef israelí Moshe Basson, ideal para los paladares más exigentes que quieran disfrutar de rica cocina autóctona.

Y aquí acaba esta aventura, que tiene un especial significado para mí y que, desde entonces, ocupa unos de los primeros puestos en mi lista de Viajes para el alma. San Agustín decía: "El mundo es como un libro, y quien no viaja solo ha leído la primera página". Cada viaje regala muchas enseñanzas y en este resaltaría la importancia del respeto para que todos podamos convivir en paz y armonía independientemente de la creencias que tengamos. Si queremos contribuir a cambiar el mundo debemos tener claro que el camino comienza por uno mismo.

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