En una amplia suite del mítico hotel parisino George V, Jennifer Lopez (Nueva York, Estados Unidos, 1969), ataviada con un albornoz, inspecciona serenamente el caos reinante antes de un show de alta costura. Es la invitada estrella del desfile del Atelier Versace y está rodeada de asistentes frenéticos que entran y salen en silencio. Un equipo de ayudantes personales dirige el tráfico y atiende llamadas en un ambiente cargado por el perfume de una docena de velas Jo Malone. Conocí a JLo en Londres en 1998, y desde entonces he estado con ella en varias habitaciones como esta en todo el mundo. Hacía cinco años que no la veía y me alegra encontrarla relajada, centrada y feliz. No siempre fue así: la primera vez que la entrevisté, mientras yo le hacía preguntas ella continuaba leyendo una revista. La segunda vez, cuando hablábamos en una pequeña caravana, sus amigas se sentaron a mi alrededor (fue exactamente tan incómodo como parece). Pero a la tercera fue la vencida: me dio un fuerte abrazo y me hizo sentarme con las piernas en alto mientras ella me las masajeaba (por aquel entonces yo estaba embarazada).

Hoy no sabía con qué me encontraría, especialmente después de su ruptura pública, sórdida y sensacionalista con Casper Smart –el bailarín con el que llevaba dos años y medio– debida a su infidelidad a través de sexting (sexo telefónico) con dos modelos transexuales. Pero Jennifer me dice que, aunque los últimos años no han sido fáciles, es optimista. «Vale la pena cometer errores, en mi caso en público, si después encuentras la manera de equilibrar las cosas y crecer. No es fácil. Y se tienen grandes subidas y grandes caídas. Pero es apasionante. Sólo hay que creer en una misma». A la mayoría de la gente esto le sonará a una estupidez de libro de autoayuda, pero Jennifer habla desde la experiencia. Cuando era una estudiante de 17 años y pertenecía a la clase obrera del Bronx, sus padres soñaban con que hiciese la carrera de Abogacía. Que les anunciara que quería ser bailarina no les sentó nada bien. De eso hace 28 años, y es más que razonable pensar que ahora no les disgusta que su hija se haya convertido en una actriz con un caché de más de diez millones de euros por película que ha aparecido en la gran pantalla junto a grandes estrellas como George Clooney o Matthew McConaughey (el próximo año la veremos en el thriller The Boy Next Door), que sea una cantante y productora habitual de los Grammy y que haya ganado más de diez millones de euros por temporada como juez del programa de televisión American Idol, además de tener su propia etiqueta de moda, JLo, que también incluye perfumes y artículos para el hogar. «Me gusta marcar muchas casillas», afirma. «Y tengo un plan para los próximos cinco años. Siempre tengo listo un plan para los siguientes cinco y diez años. En este negocio hay que reinventarse continuamente. Hay que mantenerse en movimiento y asumir riesgos».

Pero no es sólo su éxito laboral, sus curvas y los vestidos tipo body de su propia marca lo que aviva la obsesión del mundo por JLo. Ni tampoco los matrimonios, los diamantes ni sus exigencias de diva (camerinos pintados de blanco, sábanas de mil hilos de algodón egipcio, docenas de velas Diptyque de higo, nardo y heliotropo...). Donatella Versace hace unos años resumió en qué residía para ella el atractivo de Jennifer: «Se llama sexo. Puro y duro sex appeal. Es una mujer que gusta a los hombres. Una mujer que gusta a las mujeres. Toda una mujer». Me atrevería a decir que sin ella no existiría Kim Kardashian, que cogió las joyas ostentosas, el estupendo culo y el novio estrella de rap y los elevó a la enésima potencia. JLo nació siendo una luchadora, una feminista mucho antes de ser una estrella, una chica latina que tenía que trabajar el doble para hacerse notar en un Hollywood predominantemente blanco y de clase media. He visto que en los hoteles de Estados Unidos, los trabajadores latinos se emocionan al descubrir quién ha reservado la gran suite. Para la enorme población hispana, Jennifer es una pionera que derribó las puertas por las que después pudieron pasar Eva Mendes, Zoe Saldana y Sofia Vergara.

En la otra cara de la moneda se encuentran su ternura y vulnerabilidad y que siempre, siempre pone a la familia en primer lugar, tanto a la actual como a la de la cual procede. Jennifer compartió habitación con sus dos hermanas, Lynda y Leslie, hasta que cumplió 17 años, y trabajó a media jornada en una oficina jurídica para pagar sus clases de baile. Le pregunté si le resultaba extraño que sus hijos gemelos de 6 años, Emme y Max, tengan una infancia tan diferente a la suya. Jennifer niega con la cabeza: «De ninguna manera. Mis hijos se quedan muy a menudo en un apartamento de un dormitorio en el Bronx o en un estudio con sus tías, sus tíos y su abuela. Realmente lo mejor de haber triunfado es que mis familiares, con los que tenía que compartir la cama, ahora vienen a mi casa y todo el mundo tiene su propia habitación y su propia ducha. Mis tías dicen: “¡Jennifer, tienes muchas toallas!”. Todos en mi familia comentan la cantidad de toallas que tengo».

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La última vez que nos vimos, Jennifer luchaba por perder el peso cogido durante el embarazo, entrenaba religiosamente e incluso completó el triatlón de Malibú. Estaba muy feliz con sus bebés y su marido, Marc Anthony, al que conocía desde que era una adolescente, y del que yo no tenía ninguna duda que sería el hombre de su vida. Dos años después rompieron y llegó Casper Smart. Jennifer me dice que mientras escribía sus memorias, True Love, en español Amor verdadero (Celebra, noviembre de 2014), había pensado titularlas Seeker of Love (la buscadora  del amor). Le pregunto si es que ya ha dejado de buscar. «¡No!», exclama. «Yo todavía creo en el amor. El hombre nirvana está en algún lugar ahí fuera. Sólo tengo que trabajar para encontrarlo. He cometido errores. Y todo el mundo lo ha visto». De hecho, cada uno de sus discos trata sobre el amor. Incluso el último, A.K.A., lanzado en junio, aunque es el que transmite más seguridad y optimismo. «No me voy a rendir. Tengo que estar atenta a mis equivocaciones. Entro como un huracán, me entrego por completo y no hago caso a las señales. Pero muchos cometemos ese error. Cada vez que una relación sale mal me quedo muy dolida, pero me sobrepongo. Y me pregunto qué puedo aprender de ello. No me importa lo duro y doloroso que sea, quiero creer que podré subir un escalón más. Tengo esperanzas de que si continúo intentándolo al final lo lograré».

Le pregunto si se casaría por cuarta vez (antes de Anthony, ya lo estuvo con el bailarín Cris Judd, y también, brevemente, cuando tenía 20 años, con el camarero Ojani Noa). «Sí. Sólo porque me hayan ocurrido ciertas cosas no significa que la felicidad y el amor no existan. Por supuesto, soy cautelosa, pero estoy abierta». De hecho, es la primera vez que nos vemos estando ella soltera y parece que lo está disfrutando. Me cuenta que se quedó con su equipo hasta las 5 de la mañana riendo y bebiendo con un fan inesperado: Bruce Springsteen. «Vivo un buen momento. Estoy con mis amigos y rodeada de mucho amor». Sin embargo, admite que le resulta difícil ser madre soltera. «No es fácil. Vengo de una familia muy tradicional. Si se necesitan dos personas para hacer un niño, debe de ser por alguna razón. Es duro, porque sé que mis hijos sufren por la ausencia de una presencia masculina. Cuando rompimos Marc y yo, pensé: “Ojalá hubiera logrado mantenernos juntos”. Pero cuando me di cuenta de que no sería bueno para ninguno de los dos me pregunté cómo podíamos hacerlo lo mejor posible para no perjudicar a los niños».

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El hecho de haber sido noqueada tantas veces no parece haber mermado su confianza. «Siempre estuve muy segura de mí misma, pero ahora lo estoy de una manera más firme. Vas pasando por diferentes fases como mujer. Con veintipocos pensaba que lo sabía todo, con 30 me di cuenta de que no sabía de nada y ahora con más de 40 me siento bien con lo que sé y con lo que no sé». Percibo que  parte de esto se debe a sus hijos. «Siento que ellos me fueron dados por una razón específica. Emme es mi espejo. Ella es emocional, alegre, enérgica, atlética, pero también tiene un interior muy sensible. Cuando algo le hace daño, realmente le duele. Conozco esa sensación porque también la experimento. El otro día tuvo una rabieta porque le había prometido llevarla al cine y no pude hacerlo. Me miró y me dijo: “No creo que hoy haya recibido suficiente amor”. Max es completamente lo contrario: duro, inteligente y decidido».

Si a Jennifer le preocupa el futuro, no se aprecia en su rostro. Está sin maquillar y me impresiona su cutis perfecto. Su consejo de belleza es sencillo: «Dormir. Tuve una pequeña crisis nerviosa por la falta de sueño en torno al año 2002. Desde entonces soy consciente de que el secreto está en nuestro estado mental. Y todavía no me he puesto bótox», afirma pellizcándose la piel de la frente para mostrarme su flexibilidad. Y me confiesa que cambia de crema hidratante y de limpiadora cada dos años. Su cuerpo (que después veré iluminado por mil flashes en la Chambre de Commerce et d’Industrie, en el show del Atelier Versace, al que su íntima amiga Donatella la ha invitado personalmente) es espectacular. «Estoy en una industria en la que tienes que estar bien. Me entreno, vigilo lo que como. En resumen, hago lo que tengo que hacer». La imagen es importante para Jennifer, pero no es lo fundamental. «Mis padres me hicieron sentir guapa desde pequeña. ¿Tengo una nariz perfecta? No. ¿Tengo unos dientes perfectos? No. ¿Hacen un buen conjunto? Sí. Y me siento bien así».