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Pero me temo que esto, como lo de ir a un nutricionista a por la píldora del ‘quiero forrarme a torrijas y adelgazar’, es una quimera. La cruda realidad es que, como para ganarle la batalla a la lorza, para estar en buena forma financiera hay que sudar un poco la camiseta.

Si hay algo que nos ha quedado claro con esta pandemia, las semanas de confinamiento sin fin y la crisis que se avecina es que la improvisación no es buena consejera y que, cuanta más incertidumbre, más necesario es tener un plan.

Esto no significa que uno tenga que poner el piloto automático y limitarse a atenerse al plan. Todo lo contrario, el mayor beneficio de tener un plan en tiempos inciertos es que nos da una base sobre la que trabajar para implementar los cambios necesarios lo antes posibles.

Los planes se hacen para poder cambiarlos

Porque esa es la segunda lección que hemos aprendido con sangre, sudor y no pocas lágrimas, que el tiempo no solo es oro sino también vida y que, cuando la cosa se pone fea, la capacidad y, sobre todo, la velocidad de reacción son fundamentales. Las crisis, por desgracia, tienen la mala costumbre de repetirse y, en tiempos de recesión, los que toman medidas antes siempre salen mejor parados.

Contra lo que pueda parecer, el objetivo de un plan no es que se cumpla, igual que el cometido de un economista no es acertar con sus previsiones. No, el objetivo de un plan es centrarnos, servirnos de guía y marcarnos el rumbo cuando no lo vemos claro.

El noble arte de trazar un plan

Pero claro, para eso hace falta ser un poco hormiguita, hacer el trabajo aburrido y dedicarle algunas horas poco glamurosas al denostado arte de trazar un plan.

El ejercicio mismo de sentarse a hacer un plan nos aporta ventajas inmediatas. Para empezar porque requiere dedicarle un tiempo a nuestras finanzas que solemos racanearle y porque, en cuanto te pones con lápiz sobre papel, se ven los agujeros negros muy rápido. Cuando sabemos por qué sumidero se nos va la pasta es más fácil anticipar estrecheces y llegar a fin de mes sin sobresaltos.

Por no mentar que nos puede ahorrar más de un disgusto porque es mucho más fácil tratar el tema económico con tu pareja y allegados con los números sobre la mesa.

Un plan nos permite también planificar para imprevistos, aprovechar oportunidades de inversión, saber cuánto podemos endeudarnos y nos da la perspectiva necesaria para poder pensar un poco más a largo plazo.

Lo ideal es tener una hoja de ruta hasta la jubilación, pero como no se conquistó Roma en un día, empecemos con la herramienta más básica del arsenal financiero: el presupuesto anual.

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Presupuesto anual, ni contigo ni sin ti

Antes de empezar hay que tener claro que el objetivo de un presupuesto no es llevar un recuento detallado de lo que nos gastamos en porras y lipgloss, ni siquiera gastar menos, sino servirnos de guía para saber de qué pie cojeamos y tomar decisiones más informadas.

Esto no es física cuántica, para empezar nos vale con la forma más simple de presupuesto, ingresos menos gastos. Lo importante es que cumpla cinco requisitos clave:

Una foto sin filtros

Tu presupuesto tiene que ser realista, de nada vale hacerse trampas al solitario. Os sorprendería saber qué poca gente acierta cuando les preguntas en qué se gastan el dinero. Como con las dietas, es fundamental conocer tu metabolismo para encontrar la fórmula que mejor se ajusta a tus necesidades.

Los “otros” no existen

La clave de un presupuesto es asignarle a cada gasto una categoría: vivienda, ocio, alimentación, pipas de fumar o smoothies de apio, lo que sea. El nivel de detalle y el nombre que le pongamos a cada categoría es lo de menos, el truco está en no tener un cajón desastre donde meter la morralla. Hay aplicaciones y bancos online que lo hacen automáticamente, no hay excusa. Pero recordad, nada de “otros”, hay que ponerle un nombre a todos los gastos porque es la única forma de poder planificar con un poco de criterio.

Los invisibles, esos grandes olvidados

Hay ciertos tipos de gastos escurridizos que muchos solemos olvidar como los que se pagan una sola vez al año (IBIS, seguros de cuota anual, visitas al dentista,…), los estacionales (vacaciones, peelings de otoño y otras rutinas de temporada), los que parecen ocasionales pero tienden a repetirse (regalos de bodas y cumpleaños, reposiciones de electrodomésticos, reparaciones y revisiones, etc.) y los que a veces elegimos no ver como impuestos y otros dolores de muelas que preferimos olvidar. Luego están los gastos insidiosos, esos que parecen pequeños pero que, a fuerza de repetirse, suman como los matcha-tea-latte’s entre otros sospechosos habituales.

Todo suma cero

Cuando tenemos todo clasificado, viene lo más importante: un presupuesto tiene que sumar cero, siempre. Parece obvio pero, insisto, os sorprenderían los resultados de la mayoría de la gente la primera vez que se pone a ello. Desde los optimistas que parecen vivir del aire hasta los cenizos que sólo ven catástrofes monetarias por doquier, de todo hay. Pero, otra vez, lo importante cuando uno empieza no es tanto acertar como que sume cero. Por supuesto los gastos casi nunca coinciden exactamente con los ingresos pero la diferencia es lo que tenemos que llamar ‘ahorro’. Si sale positivo significa que ahorramos y si sale negativo que ese año tendremos que tirar de nuestros ahorros, o de la virgen de Lourdes, para cubrir nuestros gastos. Esta cifra nos da ya una idea bastante aproximada de lo que nos hemos columpiado al hacer el presupuesto.

Lo perfecto es enemigo de lo bueno

No nos volvamos locos, un presupuesto es algo que existe para ayudarnos. No es necesario que nos pasemos el día apuntando como posesos cada café y cada chicle de clorofila—a no ser que tengas alma de contable. Basta con dedicarle un rato a hacer un presupuesto digno sobre el que podamos empezar a trabajar.

Si suma cero, no se nos han colado los otros, ni se nos han olvidado los invisibles y se parece más a nuestra vida que a la de Carlota Cashiragui, ya hemos aprobado primero de finanzas personales y estaremos un paso más cerca de tener nuestro futuro asegurado.