A poco que uno haya sido feliz en la infancia, es fácil que, cuando se convierte en adulto, le queden unos cuantos dejes de niño. Es incluso deseable, porque la vida va primero de ponerse capas, de aprender convenciones y matar la inocencia, para después tratar de quitarse las primeras, desaprender las segundas y recuperar la tercera.

Así dicho parece un viaje ridículo (¿quién querría irse para volver?), porque para la mentalidad productivista cualquier cosa que no sea avanzar en línea recta, aunque sea sin rumbo fijo, carece de sentido. Krishnamurti escribió: "Podrás recorrer el mundo, pero tendrás que volver a ti". Y, en esencia, ese ti es siempre el del niño que ve el mundo por vez primera.

Esos dejes de niño cobran múltiples formas. Se distinguen fácilmente del infantilismo, acuciante enfermedad occidental que se manifiesta en forma de consumo adulto de bienes y servicios antaño orientados a adolescentes, ya sean los Funkos, ya sean coreografías de TikTok. En primer lugar, porque no hacen parecer ridículo a quien tiene esos dejes pasados los 30, como sí sucede con los adultos que coleccionan monigotes cabezones o likes a costa de bailes absurdos.

En segundo, porque suelen ser manías que tienen que ver con lo inmaterial. Representan lo mejor del niño: el asombro y no las rabietas, la capacidad de entretenerse con una caja y un palo y no la querencia por acumular más cromos que el de al lado sin saber explicar muy bien por qué.

Entre las secuelas de la edad de la inocencia hay cosas importantes como ser capaz de perdonar y olvidar casi al instante, y luego hay otras más mundanas, como medir el tiempo en cursos escolares.

Aunque me gustaría estar entre los que padecen las primeras, me cuento entre las segundas: de la infancia me quedan unos cuantos tics, pero casi todos profanos. Y la sensación de que el año arranca en septiembre y no en enero es uno de ellos.

Supongo que tiene que ver mucho con el clima, con la ilusión por volver a sacar las sudaderas -hacer el cambio de armario es el comprar ropa de los comunes mortales-. Pero también con la añorada vuelta a la rutina de los que necesitamos, como los críos, que la repetición nos ate a la realidad.

Cuando acaba agosto, los que nos regimos por el calendario escolar sentimos que, como les sucede a otros con el año nuevo, el nuevo curso nos invita a dejar atrás algunos hábitos y a hacer la lista de propósitos para la nueva estación. Nosotros también solemos incumplirla antes de que llegue octubre, pero como, en contra de lo que predican los gurús de la autoayuda, no hay nada peor que ser uno mismo y lo que hay que intentar es, sobre todo, combatirse, conviene hacerla.

Yo para este nuevo curso quiero, por ejemplo, pedir menos comida a domicilio. Dejar de creer que la inmediatez es un valor añadido y empezar a concebirla como la generadora de caprichos que es. Quiero contestar más a WhatsApp pero perder menos tiempo con el móvil, aunque parezcan incompatibles. Quiero que no pase ni un solo día sin agradecerle a Dios lo que me ha dado. Permanecer en el momento en el que acuesto a mis hijos, los miro y siento que la vida es eso y poco más. Pero, sobre todo, quiero entrenarme para ser como ellos. Recuperar de la infancia algo más que la creencia de que el año empieza en septiembre: la alegría de lo minúsculo, la ausencia total de desconfianza. La mirada prístina y la conciencia de que el mundo está por estrenar. Feliz curso nuevo.