Tenía dieciséis años cuando no me compré el vestido de mi vida porque me marcaba la tripa. Era un precioso vestido a rayas blancas y azul marino con manga a la sisa que me llegaba por debajo de la rodilla. Tenía algo de elástico, lo que en realidad me favorecía. Yo estaba morena el día que me lo probé. Delgada. Joven. Muy joven. Pero no me lo compré porque una pequeña redondez se marcaba en mi barriga, mi barriga imaginaria, por supuesto. Mi madre desesperada se fue a la mercería de al lado a comprar una braga alta que me recogiera aquella barriga que no era tal. Porque mantenía la teoría de que no es que yo tuviera tripa, sino que usaba las bragas y los pantalones demasiados bajos, teoría que llega hasta la actualidad y que tiene a bien repetirme. Pero a mí aquello me daba igual. Desde pequeña me recuerdo metiendo tripa. Esa tripa es parte de mi constitución. Soy alta, mido un metro setenta y tres. Tengo las piernas delgadas y largas. Caderas estrechas, poco culo, pero siempre tengo algo de tripa y cuadriles, que es la grasa que se queda en la zona de los riñones. Por mucho que engorde mis tobillos siguen siendo delgadísimos. Por mucho que adelgace, tengo grasa en la tripa y los cuadriles. Tengo cuarenta y dos años hoy. Me tumbo en el sofá y me tapo con un cojín. Voy por la piscina sin respirar, me siento en mi coche y sin darme cuenta meto tripa. Acabo de hacerlo al pensar en esa parte de mi cuerpo. He tratado de racionalizar esta relación tan conflictiva y absurda. Pero no lo consigo. Una vez C., al poco tiempo de conocernos, acarició mi tripa y me dijo: —Vas a ser una embarazada preciosa. La de maneras en las que esa frase me pudo provocar incomodidad. Que me tocara la tripa, haciéndola presente, definiendo su extensión, el trozo que ocupa. Su anticipación a nuestra propia historia. Mis ganas de ser madre no llegarían hasta muchos años después. Esta barriga en reposo, tumbados en una cama, ¿recuerda ya en algo a una barriga de embarazada? Y lo peor es que en todos los años después me he acordado muchas veces de su frase. ¿Nunca voy a saber qué tipo de embarazada soy? Es mi complejo. No el único, por supuesto. Pero probablemente el más mantenido. Cuarenta y dos años luchando contra mi propia naturaleza. No seré la primera mujer y desde luego tampoco la última. Celulitis, pelos, calvicie, altura, gordura, delgadez, poco pecho, demasiado pecho, culo grande, culo caído. Y la mayor parte de las veces ni siquiera somos conscientes de que no hay nada que corregir. Pensamos que somos felices cuidándonos. Siendo admiradas por nuestro físico. Conozco a una mujer que siempre habla del placer que encuentra en cuidarse. Sé que somete su cuerpo a un constante control: su piel, su pelo, su ropa. Todo en ella está medido. Invierte horas, tiempo y dinero en esa construcción de sí misma. Y dice que le encanta. La creo. Creo que es feliz haciéndose las uñas y comiendo salmón sin ningún hidrato. ¿Pero lo sería si nadie le hubiera dicho que tiene que gustar a los demás? Su marido no está delgado. Y pasea tranquilo esos michelines. No mete tripa. Tampoco parece importarle el estado de su piel. Pero estoy casi segura de que la dejaría si ella engordara diez kilos. Y creo que ella también lo sabe. Todas las mujeres que he querido han necesitado ponerse a dieta o controlar su alimentación sin que la salud tuviera nada que ver. Muchas lo seguimos haciendo. Muchas lo camuflan dentro de la salud, pero el terror a engordar cuatro kilos está ahí. Muchas dicen que cenan cuatro dónuts, pero las veo no comer nada durante todo el día, controlan lo que ingieren los de al lado, son conscientes de cada cosa que comen ellas. También ayunan. Conocen las propiedades del kale, la chía y el edamame, y creen que prefieren comer sin pan ni postre. Nadie prefiere comer sin pan y sin postre, por Dios.

"La tripa, la barriga. ¿Existe un símbolo mayor y más obvio de embarazo?"

Yo también me engaño. A veces me digo que es porque quiero estar a gusto conmigo misma. Y es verdad. Pero es que lo que necesito es estar a gusto con esa imagen de mí que me han dicho que es admirable, querible, gustable. Y esa mujer tiene la tripa plana. Yo no. No me encuentro mejor por pesar dos kilos menos. Ni más ágil ni más sana. Me encuentro más delgada. Y he aprendido que eso es bueno, que estoy mejor. ¿Mejor para qué? Para gustar. Trato de ser sincera conmigo misma en este tema hace un tiempo. Me corrijo cuando digo ese tipo de cosas: quiero volver a mi peso. No, mi peso no puede ser el mismo que a los dieciséis años. Lo que quiero es estar por debajo de lo que peso, ya me pasaba a los dieciséis, y para eso tengo que comer menos de lo que necesita mi cuerpo durante un par de meses. Y, aun así, siempre tengo tripa. No digo me estoy cuidando, digo quiero adelgazar. Lo siguiente sería dejar de intentar controlar mi peso, mi físico. Dejar de medirme ni un poco en la mirada de los demás.

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¿Qué le pasa a una mujer en edad fértil, casada, con algo de tripa? Que le preguntan si está embarazada. ¿Y qué le pasa a una mujer que lleva años intentando quedarse embarazada con complejo de tener barriga cuando se lo preguntan? Que se quiere poner a llorar. Y arrancarte los ojos igual también. Tres veces me sucedió. Dos de ellas con el mismo vestido. A la segunda, lo colgué en el armario y ahí ha estado hasta que me reconcilié con mi cuerpo posparto. Era un vestido flojo, pero la tela dura a veces producía el efecto de un bulto. Durante esos años, miraba mi ropa con otros ojos. No quería pasar por ese malentendido. Ya era duro contestar a familiares o compañeros sobre un embarazo que no llegaba o un arroz que se pasaba. Nadie lo hace con maldad. Pero tampoco eso es excusa. Yo jamás lo pregunto a no ser que vea delante de mí una barriga de unos siete meses y que esa mujer se la haya tocado de alguna manera que me sugiera que dentro de eso hay un bebé y no un cocido. La tripa, la barriga. ¿Existe un símbolo mayor y más obvio de embarazo? Y una barriga vacía, vacía de bebés, ¿de qué es símbolo? Cuando la mía empezó a crecer por primera vez, dejé de meter tripa. Me hice cientos de fotos y vídeos. No pegaba un respingo cuando alguien me la acariciaba. Los gatos dormían contra ella. Y una nueva mujer crecía pegada al otro lado. No hablo de M. Hablo de mí.