Nunca hablo de ello, pero está presente cada día de mi vida. Para las pocas personas que lo saben, todas de mi absoluta confianza, este es un tema del que no se habla. Lo conté una vez y nunca más. Incluso con mi pareja. Lo hablamos, le perdoné y pasé página. Aparentemente lo tengo completamente superado y olvidado. Pero no es cierto.

No hay día que no recuerde el encuentro con ella en el ascensor. Los tres trabajábamos en la misma empresa. Yo en el departamento de Recursos Humanos. Ellos eran consultores. Mario y yo llevábamos un año saliendo y vivíamos juntos. Habíamos hablado ya de formar una familia, de tener hijos. Así que me pilló totalmente por sorpresa, me quedé helada, no pude pronunciar ni una palabra. Cuando la puerta del ascensor se cerró, me dijo que estaba enrollada con Mario. Que él era un cobarde y que por eso me lo contaba ella. Así, tal cual, sin filtro de ningún tipo. No pude contestar, ni mirarla siquiera. El ascensor paró, salí sin decir una palabra y me fui directa al baño. Recuerdo que no pude ni llorar. Me sentí rota, vacía, traicionada, engañada, estúpida, fea incluso.

No le dije nada a Mario. Siempre he tenido mucho autocontrol. Necesitaba asimilarlo y entender el por qué. Valorar las posibles causas y saber si sería capaz de perdonarle en caso de que hubiera sido un desliz, sólo una vez. Mario era algo inmaduro (es más joven que yo) y algo ingenuo, pero no era malo, no le veía capaz de mantener una doble vida o decirme que quería tener un hijo conmigo mientras se metía en la cama de otra. Intenté calmarme y poner en práctica todo lo que había aprendido como psicóloga. Y la comunicación, aunque sea dolorosa, es lo más importante.

Esperé a que volviera de un viaje de trabajo, a que descansara y durmiera. Quería que estuviera tranquilo y con la mente lúcida para poder hablar con calma de algo tan grave. De algo que podría acabar en ese mismo instante con nuestra relación. Confieso que eso era precisamente lo que quería hacer: gritarle, insultarle, castigarle y, por supuesto, ponerle las maletas en la puerta. Pero me contuve. Pensaba que, en el fondo, él no quería hacerme daño, que podía haber una explicación para que hubiera hecho algo tan feo. Sabía que, a veces, él se sentía inseguro y poca cosa conmigo. Y la inseguridad es muy mala compañera en cualquier relación.

Así fue. No me anduve con rodeos, reproches ni malas palabras. No solté ni una lágrima. Le conté sin rodeos lo que había pasado en el ascensor. Le pegunté desde cuándo estaban liados, por qué lo había hecho y qué quería hacer ahora. Lloró como un niño. Creo que como el niño que estaba dejando de ese en ese momento. Me pidió perdón mil veces. Me dijo que lo había hecho porque pensaba que yo no le quería, porque se sentía poca cosa para mí, que ni siquiera pensaba que yo le deseara. Que lo había hecho por ego, porque conmigo tenía la autoestima muy baja. Que él no quería pero ella había insistido hasta pillarle con la guardia baja. Que llevaban tiempo tonteando pero que sólo se habían acostado una vez. Que se arrepentía muchísimo, que jamás volvería a ocurrir, que me quería a mí, que quería que yo fuera la madre de sus hijos.

Decidí perdonarle y seguir con él porque lo había visto muchas veces en consulta: a veces un miembro de la pareja engaña al otro porque se siente inferior, por pura inseguridad. Incluso se lo hace saber al otro como una llamada de atención, para darle celos y hacerle saber que también puede gustar a otra persona. A veces lo hacen porque tienen tanto miedo a que su pareja les engañe, que se adelantan ellos. No sabía que en el caso de Mario era por inseguridad, por una falta de autoestima que seguramente yo le había generado. Eso no lo justificaba pero sí lo explicaba. Y era cierto que yo era muy crítica y muy exigente con él, no le aceptaba tal cual era, siempre quería que mejorase algo, que cambiase tal o cual conducta, que no hiciera tantas bromas, que no fuera tan crío a veces. Pero, en el fondo, todo eso era lo que me enamoraba de él.

Le dije que tenía que pensármelo. Que tenía que saber si realmente le podía perdonar. Si no, lo nuestro no tendría ningún sentido. Él estuvo destrozado durante la semana que estuve pensando. Apenas comía ni dormía, espiaba cada uno de mis movimientos esperando una señal. Sopesé, como psicóloga pero también como paciente ficticia, los pros y los contras, mis capacidades, debilidades y fortalezas. Si, en definitiva, podría perdonarle y vivir con ello. Y decidí que sí, que quería intentarlo. Por qué no. Sentía un dolor muy grande, pero también creía que yo tenía cierta responsabilidad en lo que había ocurrido y que también era una oportunidad para crecer personalmente y en pareja. Nunca se me pasó por la cabeza engañarle yo también para sentirme mejor. Creo que eso no funciona.

Ambos tuvimos un golpe de suerte en ese momento: ella se fue de la empresa. Yo podía haber forzado su despido pero no tuve nada que ver. Cuando Mario le dijo que quería estar conmigo, ella se lo tomó muy mal y pidió un traslado. No tener que verla cada día fue una gran ayuda. Y tengo que decir que Mario se entregó al cien por cien a la relación. Yo también me esforcé por validarle en lugar de criticarle, por hacerle sentir bien y tener una relación de igual a igual. Y funcionó, porque al poco tiempo me quedé embarazada y tuvimos a Clara. Y eso nos unió más aún.

Él es un gran padre y una buena pareja. Y creo que podría jurar que nunca más me ha vuelto a engañar. Pero yo no lo he olvidado. Aunque no hable de ello jamás con nadie. Ni con él ni con mis amigas más íntimas. Sé que, quienes lo saben, incluido Mario, piensan que soy tan fuerte que estoy por encima de lo que ocurrió. Que soy tan madura o estoy tan trabajada por ser psicóloga, que es agua pasada, una tontería del pasado, un error sin importancia al que no le doy más importancia.

Pero a mí me sigue doliendo. Si lo racionalizo, tengo claro que tomé una buena decisión porque ahora tengo una familia y una gran pareja. Pero la herida no se ha cerrado. Esa herida que, cuando menos te lo espera, se abre y sangra. Esa herida que te recuerda que un día eligió a otra, que un día besó y acarició a otra, que la miró con deseo e hizo el amor con ella. Que en ese momento la prefirió a mí. Que no yo no fui lo suficientemente inteligente, atractiva, divertida y deseable como para que no se fijara en otra.

Sé que mi razonamiento no es lógico, que es mi orgullo herido, mi ego, mi feminidad. He pensado muchas veces en ir a terapia con algún colega. Pero sería como admitir que su infidelidad pudo conmigo, que me afectó y me dolió más de lo que nunca estaría dispuesta a admitir ante nadie. Sé también que hay algo, genético, evolutivo, adaptativo, que tiene que ver con el aprendizaje y con la esencia de cada uno, que hace que algunas personas (demasiadas por desgracia) sean capaces de ser infieles y que incluso no se sientan culpables por ello: mientras otras son incapaces de hacerlo. Yo estoy en el segundo tipo de personas: esas que no son capaces de engañar ni aunque no estén enamoradas. De esas para a las que la fidelidad es una cuestión, más que de respeto, de honor. Un código ético inamovible para mí. Un principio básico que te enseñan desde pequeño: “no le hagas a los demás no que no quieres que te hagan a ti”. Y yo sigo sin entender por qué me hizo eso. Por qué alguien que te quiere, puede traicionarte así. Po qué algunas personas son tan débiles que no pueden resistirse a sus pulsiones. En el fondo, lo confieso, siento rencor hacia él. Y miedo. Miedo a que vuelva a hacerlo otra vez. Por eso no sé si la herida se cerrará algún día. Si podré soportarlo o un día me levantaré y le diré que ya no puedo más.