Recuerdo vagamente (porque era muy pequeña y en aquel tiempo me interesaban más otros temas, como cazar grillos o hacerle moños italianos a mis Barbies) la soltura con la que la gente criticaba las mechas rubias de un par de ministras del primer Gobierno de José María Aznar. Como quien no quiere la cosa, daban a entender que Isabel Tocino y Esperanza Aguirre eran menos profesionales que sus colegas varones porque dedicaban tiempo a preocuparse por los matices caoba de su melena. Las mechas del PP, a pesar de haber nacido como concepto con vocación de degradación política de género, se convirtieron de manera insospechada en referencia estética para toda una generación de mujeres que por primera vez en la historia del país se atrevían a soñar con ser ejecutivas, poderosas y portadoras de una cartera ministerial elaborada a mano por la Marroquinería Tarín.

El histórico recuerdo me lo desbloqueó sin querer Alfonso Guerra el pasado septiembre cuando decidió usar un argumento similar para criticar el peinado de la entonces vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, en Espejo público. Susanna Griso le había preguntado al veterano político por unos comentarios de la gallega sobre Felipe González. “¿La vicepresidenta criticando de falta de rigor político y jurídico? ¿Ella? Le habrá dado tiempo entre una peluquería y otra, habrá tenido un ratito para estudiar”, espetó el veterano socialista, sin que la presentadora le afease su conducta sexista. En julio, justo antes de las elecciones generales (las primeras a las que Díaz se presentaba como cabeza de lista por Sumar), Feijóo había hecho una broma similar, tratando de ejecutar un doble sentido con una referencia velada a la constante aportación de cifras que ha hecho famosa a la gallega en el Congreso de los diputados. “De maquillaje, Yolanda Díaz sabe mucho”. No tengo pruebas pero tampoco dudas de que el signo político de ambos críticos no altera el producto: las bromas estéticas sobre sus colegas mujeres siguen siendo una degradación de género.

isabel tocino
Carlos Alvarez

Verás, lo que me enfada de verdad es que en estos precisos comentarios jocosos ni a Esperanza Aguirre, ni a Isabel Tocino, ni a Yolanda Díaz se las está acusando de hacer mal su trabajo. Lo que se critica es que dediquen tiempo a su apariencia, a la vanidad, al color o a las ondas de su melena. A sentirse guapas y a presentarse lo mejor posible ante el mundo. Como si eso fuera un delito, una debilidad propia de… oh, wait! mujeres.

Se puede invertir tiempo en salir a correr o ir al gimnasio (¡hola gym bros!) pero no en cubrir la raíz

Ahí está el asunto de fondo: todo lo relacionado con las mujeres (los afectos, los cuidados, la empatía, la belleza, el diálogo) es débil y poco estimulante en un universo político dopado de testosterona. Se puede invertir tiempo en salir a correr o ir al gimnasio (¡hola gym bros!) pero no en cubrir la raíz. Que un comentarista radiofónico haya decidido renombrar a Díaz como Doña Bigudí debería darnos el pulso de lo que los hombres piensan de nuestras labores y nuestros intereses. Es como si fuéramos una minoría sin voz ni voto en lugar de la mitad de la población.

Una vez más, la estética (no te engañes, la crítica es igual de demoledora si van con rastas o con las ondas al agua recién marcadas) nos tiene prisioneras de una lucha que parece escurrírsenos continuamente de las manos: la del respeto y la del trato igualitario, también en el Congreso. Especialmente en el Congreso, que es la casa de todos. A juzgar por sus nada ingeniosos chascarrillos, cualquiera diría que ni Alfonso Guerra, ni Alberto Núñez Feijóo, ni Pedro Sánchez hubieran pisado jamás un salón de estética o una barbería. Porque ellos viven solo cerrando acuerdos internacionales, tratados de cooperación, alianzas entre naciones… Que no te engañen, se afeitan cada día.