Hemos cambiado los términos de nuestro bienestar, pero si te paras a pensarlo las rutinas continúan siendo sospechosamente las mismas. Una vez más, hemos comprado el relato consumista de la industria. Seguimos zambulléndose en el realismo mágico de la eterna juventud mediante masajes con rodillos de jade y gua shas de cuarzo. Creemos que tenemos el control porque en vez de recurrir al caballero de la armadura oxidada, nos hemos entregado a nuestra persona vitamina: nosotras mismas. Nos han vendido el paquete completo. Sin fisuras. Y nos hemos alzado como las auténticas responsables de todo lo que nos ocurra a nivel emocional.

Tanto que a veces se nos olvida que los picos de ansiedad y depresión que padecemos principalmente las mujeres (su prevalencia ha aumentado un 35% en España en los dos últimos años, y asciende al 41% si solo contabilizamos menores de 25 años) pueden verse influidos por el capitalismo voraz que consume nuestras horas en trabajos precarios y nos impide vislumbrar un futuro halagüeño: ni casa, ni coche, ni hijos. De pareja ni hablamos. Cada día, regresamos a nuestro piso compartido después del trabajo, tomamos unos nuevos suplementos adaptógenos para regular nuestro maltrecho ciclo menstrual y el estrés galopante, y salimos corriendo a la clase de yoga porque cuando saludamos al sol no pensamos en otras cosas. Nadie puede decir que no ponemos de nuestra parte.

Y es que, amiga, déjame decirte, el problema no somos nosotras. Nosotras estamos haciendo exactamente todo lo que nos dicen que tenemos que hacer para instalarnos en la felicidad pero por mucho autocuidado que practiquemos (¡ay, si Audrey Lorde levantara la cabeza), la vida amable parece cada vez más lejos de nuestro alcance. La frustración, el estrés y la ansiedad se manifiestan de manera real, y son fruto de unas expectativas prometidas y no cumplidas. Es como cuando quedas con un chico de Tinder y cuando al fin lo ves en persona te das cuenta de que llevaba gafas en todas las fotos porque es bizco.

En cierto modo, la industria cosmética también se alimenta (¡con beneficios milmillonarios!) de esas vulnerabilidades femeninas. Decía la periodista Rina Raphael en su fabuloso libro The Gospel of Wellness que “en lo más profundo de las entrañas del autocuidado -escondido bajo varias capas de marketing inteligente- el bienestar atrae con un mensaje mucho más fuerte y seductor que la salud por sí sola. Promete a las mujeres lo único que desean desesperadamente: control”.

Puede que no seamos amazonas capaces de domar la ansiedad con los rituales que nos proponen y, déjame decirte, la pérdida de definición del óvalo facial tampoco. Pero al menos tenemos una certeza: cada una en nuestra casa estamos tratando de hacer algo para ello. Ya es más de lo que hacen quienes realmente pueden implementar cambios profundos y significativos, como por ejemplo frenar en seco los tóxicos tentáculos de ese capitalismo voraz que en lugar de vernos con empatía y humanidad nos etiqueta como consumidoras frágiles y desesperadas.

¿Hay una solución a esta espiral de falso bienestar y autocuidado? En 2020 la periodista Brigid Delaney proponía una nueva e interesante vía en The Guardian, que en realidad es más vieja que el hilo negro: “¿No sería estupendo que en esta década elimináramos el auto del autocuidado y nos esforzáramos en cambio por el cuidado colectivo? El autocuidado es decir «tengo que cuidar de mí», mientras que el autocuidado colectivo se refiere a «tenemos que cuidar los unos de los otros» (en palabras del emperador romano Marco Aurelio: «Lo que no es bueno para el enjambre no es bueno para la abeja»).

El cuidado colectivo existe fuera del mercado y no puede ser abducido por el capitalismo, convertido en un producto que volvemos a comprar y que, por definición de su precio, excluye a muchos de participar en él. El hecho de que sea colectivo, significa que es para todos”. ¿Y si la revolución estuviera realmente en cuidar de nuestras amigas, de nuestras compañeras, de nuestras jefas, de nuestras subordinadas y de todas las personas que nos cruzamos en nuestro día a día? ¿Y si las políticas públicas dan el primer paso en esa dirección?