¿Nos maquillamos de una manera discreta, casi imperceptible, para ‘camuflar’ imperfecciones y vernos ‘presentables’? ¿Nos maquillamos de forma sexy para sentirnos visibles, validadas y respetadas por nuestros pares? ¿Acaso somos almas creativas y necesitamos dar rienda suelta a nuestra pasión cromática con esos lienzos en blanco que son nuestros rostros? ¿O es que buscamos llamar la atención y resaltar algunos atributos a través de los tonos y los trazos? ¿Acaso no maquillarse puede ser también una declaración de intenciones?

Creo firmemente que las respuestas de todas estas preguntas abren las puertas a una reflexión (quizás somera y urgente) sobre lo mucho que nuestra relación con el maquillaje tiene de política. Mira bien tu máscara de pestañas, tu labial rojo, tu delineador negro… porque pueden estar siendo herramientas capitales en la construcción de tu identidad de género. La clave, eso sí, es que siempre estén a tu servicio, y no tú al suyo.

Es cierto que las estrategias de marketing de las grandes marcas (al menos las que apelan directamente a las generaciones zeta y alfa) han llevado el colorido facial a un territorio no binario de diversión, exploración y autoexpresión. Me parece un camino divertidísimo para recorrer brocha en mano, pero no por ello conviene olvidar que a una generación de mujeres se le ha enseñado que el maquillaje es solo una forma de embellecerse y de presentarse al mundo de una manera apropiada. El maquillaje nos ha entretenido, nos ha liberado, nos ha subyugado y nos ha esclavizado también un poco. Mientras muchos maridos tenían tiempo para echar una cabezadita más después de que sonara el despertador, sus esposas ya estaban quitándose el rulo y poniéndose el rímel para salir a trabajar. Y eso es política, por mucho que haya quien se empeñe en reivindicar que el maquillaje no es una obligación sino una elección. Probablemente lo sea, la elección de entregar a la sociedad lo que esta espera de nosotras.

Me gustaría preguntarle a las actrices que van de punta en blanco a cualquier gala de premios por su relación (real) con el maquillaje y su tez. Y también a Pamela Anderson, que ha hecho de ir con la cara lavada a los desfiles de París una auténtica declaración de intenciones (probablemente gracias ese limpio detalle que la aleja por la vía rápida de su antiguo estatus de sex symbol se coló en la campaña de p/v 2024 de la firma americana Proenza Schouler). Usado con propósito, nuestro rostro es un gran aliado para las reivindicaciones de género. Pienso en la exvigilante de la playa al mismo tiempo que recuerdo el emblemático caso de las sufragistas estadounidenses definidas en su lucha mediante los labiales rojos de Elizabeth Arden, cuyo testigo recogió años después la congresista latinoestadounidense Alexandra Ocasio Cortez haciendo, literalmente, política con una boca carmín. O en nuestras vecinas de Corea del Norte, con la boca carmesí como símbolo de protesta frente al Estado (que prohíbe el uso del colorido que no produce el Partido de los Trabajadores, especialmente labiales rojos), mientras que sus hermanas del sur erradicaron cualquier rutina cosmética para criticar los ridículos y exigentes estándares de belleza vigentes en su país.

Lo que más me interesa del maquillaje es precisamente esa plasticidad: puede ser héroe y villano, víctima y verdugo, algarabía y discreción… No hay un solo camino correcto, hay tantos como quieras que haya. Solo siendo conscientes de por qué hacemos las cosas podemos comenzar a dotarlas de un sentido propio. Yo hace años que me liberé de la corrección de granos, pero casi nunca salgo de casa sin un labial rojo marcando el arco de cupido. Y tú, ¿sabes ya quién eres a través del maquillaje?