Es difícil encontrar una familia con mayor poso artístico que la de Daphne du Maurier. La autora de Rebecca, de Mi prima Rachel, La posada de Jamaica y de los relatos en el que se basaron Los pájaros o Amenaza en la sombra llegó a ser una escritora seguida y admirada gracias a sus historias misteriosas, románticas y atormentadas, con un toque siniestro. En ellas siempre asomaba, tras la prosa elegante y el punto nostálgico, algo más. Algo oculto, un secreto de connotaciones perversas. No podía ser de otra manera, porque en su propia vida y en la de su familia había mucho de eso.

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En una de esas coincidencias cósmicas de la literatura, los primos de Daphne eran los hermanos Lewellyn Davies, los niños en los que se inspiró James Barrie para escribir Peter Pan, y que terminó adoptando cuando quedaron huérfanos (una historia ya bastante dramática y sobre cuyas ambigüedades morales se ha discutido mucho). Su abuelo fue George du Maurier, el autor de Trilby, la novela que introdujo el concepto “Svengali” en el imaginario colectivo; una suerte de reverso tenebroso del Pigmalión, la persona que maneja los hilos y domina la voluntad de otra a su antojo, algo que Daphne, para su desgracia, experimentaría en sus propias carnes. Esto ocurrió por la relación que tuvo desde niña con su padre, que algunos biógrafos aún están empezando a desentrañar. Sir Gerald du Maurier, actor legendario del teatro británico, era una auténtica estrella de su época, célebre por papeles como el del capitán Garfio en el Peter Pan al que estaba ligado por familia. Pero igual que el personaje, estaba obsesionado con un niño, en su caso, su propia hija. Jeanne, la pequeña de los Du Maurier, era la favorita de su madre, mientras que Daphne, la mediana, lo era de su padre (Ginny Dougary escribe que la mayor, Angela, se libró de las atenciones extra paternas gracias a no ser demasiado guapa). Gerald deseaba haber tenido hijos, y trataba a Daphne como a un chico; no es de extrañar que ella creciese deseando haber sido un hombre. Incluso llegó a forjarse un alter ego masculino con nombre y apellidos, Eric Avon.

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Las conjeturas sobre si Daphne fue lesbiana -como sí lo fueron sus hermanas- es algo que se ha planteado siempre, con respuestas opuestas según quién trate el tema. Margaret Forster defiende que su primer romance ocurrió a los 18 años con la directora de su internado francés, y que ya adulta se enamoró de la mujer de su editor americano, Ellen Doubleday. Para complicar más el juego de identidades de género y orientaciones sexuales, en sus cartas, Daphne le dejaba claro a Ellen que no era una mujer quién la amaba, sino su parte masculina, su otra mitad, Eric Avon. Más complicado es todavía saber la naturaleza exacta de su vínculo con su padre, Gerald. Cuando Daphne descubrió que él mantenía romances y affaires con numerosas mujeres, sintió tanto celos por sí misma como dolor por su madre. Y cuando Daphne le contó que iba a casarse con Tommy Browning, él lloró y se lamentó, clamando “¡no es justo!”. Otras fuentes refieren que Daphne admitió haber tenido con él “intimidades inapropiadas” con su padre. “Cruzamos la línea y lo permití. Me trató como a todas los demás, como si yo fuera una actriz que interpretara a su interés amoroso en una de sus obras”. La sospecha del incesto y el terrible abuso parental queda en el aire. Tras la muerte de Gerald, Daphne conservaría sus pertenencias y recuerdos como un mausoleo.

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El matrimonio de Daphne con Browning no fue feliz; traumatizado tras la Segunda Guerra Mundial, Tommy y Daphne harían vidas separadas, cada uno por su lado, pese a lo cual, cuando él falleció, ella se sumió en una profunda depresión, que exorcizó vistiéndose con sus ropas y usando sus objetos personales. Su casa soñada, Menabilly, su Manderlay particular, resultó estar tan llena de fantasmas como la de la novela.