La vida de muchos de nosotros cambió en 2003, un día de visita a la Turbine Hall de la Tate Modern, donde el artista Olafur Eliasson había instalado su proyecto “Weather” en el que se invitaba a los visitantes a tumbarse en el suelo y disfrutar de los rayos de un sol artificial. Toda una experiencia creada a partir de la manipulación de la luz que dejaba a la gente sensible e incluso a cínicos y escépticos, maravillados. Por supuesto, Eliasson no era el primero (ni el último) en experimentar con el potencial de la luz para crear ambientes y percepciones determinadas, en utilizar la luz como un “material” para sus creaciones. En el mundo del arte los ejemplos son muchos, desde las piezas a base de neón creadas por Dan Flavin, a las “cromosaturaciones” de Carlos Cruz Díez, las instalaciones a base de LEDs de Leo Villarreal o las de Anthony McCall que evocaban la solidez de una luz que se invitaba a atravesar.

Pero sobre todo, y con reverencia lo digo, está el trabajo del insuperable James Turrell, que nos ha hecho ver cómo la luz tiene la capacidad de transformar el mundo, desde una habitación de hotel hasta el cráter de un volcán, que él no se pone límites. Sus instalaciones en interior son siempre a partir de luz de intensos colores sobre paredes blancas, de modo que el color habita el espacio y contiene su volumen algo que, en su opinión, sería muy distinto si fuera la propia pared la que estuviese pintada de color. También los arquitectos han sido aficionados a los juegos de luz. Los que más rápido me vienen a la mente son dos japoneses. Por un lado el proyecto para la Basílica Palladiana en Vicenza de Toyo Ito, que transformó su interior a base de espectaculares cilindros de luz creando un efecto fascinante de falsa sala hipóstila, y por otro lado, el llamado “bosque de luz” creado por Sou Fujimoto para COS, un interior poblado por definidos conos de luz, que con la ayuda de la niebla y el sonido hacían del espacio una experiencia de inmersión total tan fluida como fugaz. Los diseñadores, como es natural, no se han quedado a la zaga.

Recuerdo aquella caja de luz de Antoni Arola que conseguía transformar la luz en un material tangible a partir de un laberinto de luz y color, con un lateral en rojo y otro en azul, separado en tres estancias por tres puertas pivotantes y tres planos de luz que el visitante tenía que atravesar. La antigua colaboradora de Ettore Sottsass, Joanna Grawunder, es otra que siempre estuvo interesada en trabajar con la proyección de la luz, por ejemplo, en “Box”, un chandelier que hizo para la Carpenters Workshop Gallery, a base de LEP (Light Emitting Plasma) con los que pudo esculpir la luz en forma de un cubo geométrico muy preciso. Suyos son también muchos ejemplos de muebles que incorporan la luz para enfatizar su silueta, dotarlos de color o subrayar un punto de intersección con otra pieza.

A Paul Cocksedge también le interesó la luz desde sus comienzos, y la saca a la calle en la instalación “Bourrasque” que simulaba una ristra de hojas de papel volando al viento realizadas a partir de un material electroluminiscente que se iluminaba al contacto con la corriente con un efecto elegante y poético. También para el exterior son los diseños de Daan Roosegaarde que ha iluminado el cielo de Holanda como la aurora boreal, la estación de tren de Ámsterdam con un arco iris o un paseo para bicicletas como un campo de estrellas. La última instalación lumínica que nos ha impactado fue la del palpitante Guillermo Santomá en Casa Decor para Simon. Una muy libre interpretación de la idea de interruptor traducida en un mueble-máquina que es una intersección entre interiorismo, diseño, arte y arquitectura, una propuesta que descubre el inesperado modo en que el usuario se relaciona con ese lugar cargado de una potente experiencia sensorial. •