Es una de las imágenes de los principios de la fotografía más evocadoras y que han llegado a nuestra era gozando de mejor salud. "Scherzo di Follia", del fotógrafo Pierre-Louis Pierson, muestra a una mujer mirando a cámara a través de un marco con el que tapa parcialmente su rostro. Ha sido empleado en portadas de libros, posters, pastiches y publicidad, por ser sugerente, misteriosa y sexy, décadas antes de que se inventase esa palabra, pues la foto se sacó en algún momento entre 1863 y 1866.

La historia de la mujer retratada -que en realidad orquestó la disposición de los elementos, su vestuario y el motivo de la imagen, de modo que se la considera casi un autorretrato- también posee todos esos elementos. La condesa de Castiglione, Virginia Oldoini, fue una de las mujeres más bellas del mundo, espía, embajadora y amante de un emperador, odiada y admirada, y acabó convertida en uno de los muchos fantasmas de París.

Cuando se trata de influir en política, cualquier método es válido. Eso debió pensar Cavour, el primer ministro italiano del rey Víctor Manuel II, cuando decidió contactar con su prima segunda, Virginia Oldoini, para encomendarle una misión: ir a París, conocer a Napoleón III y "triunfar sin pararse en barreras". El objetivo era inclinar el ánimo del emperador francés para que fuera favorable a los intereses de Italia (que aún estaba en plena formación como país); los motivos de Virginia para hacerlo eran cierto patriotismo y unas considerables dosis de ambición personal; el método, que todo el mundo daba por supuesto, sería el sexo.

la condesa de castiglione, virginia oldoini
Heritage Images

Belleza deslumbrante, nadie dudaba de la capacidad de la joven para seducir al emperador. Virginia y su marido llegaron a París en 1855 y pronto fueron invitados a un baile en las Tullerías. Como golpe de efecto, ella se presentó tarde, con un vestido blanco de inmenso escote y sin una sola joya. Funcionó: Napoleón despachó enseguida a su esposa, la española Eugenia de Montijo, y ya solo tuvo ojos para Virginia.

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En París, Virginia revivió los días de gloria de las favoritas del Antiguo Régimen. Recibió joyas, prebendas y el título oficioso de "reina sin corona". En esta época empezó su colaboración con Pierson, en el que encontró el colaborador ideal para plasmar su belleza ante el mundo en los términos en los que ella deseaba.

Se disfrazaba, se ponía vestuario teatral, ideaba composiciones, mandaba fotografiar sus pies desnudos en una pose impropia de una mujer de su posición, les ponía el título… hoy se considera que ella era la auténtica creadora de aquellas imágenes, que son además un testimonio de narcisismo y control de la propia imagen que resuena de forma plena en nuestros días. A lo largo de 40 años, Pierson realizó más de 300 fotografías de la condesa, algo insólito en su época.

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Mucho menos duró su status de amante real: Napoleón III le dio carpetazo tras un oscuro episodio en el que un desconocido intentó atentar contra él… con la supuesta complicidad de la criada de la condesa, y por tanto, de ella también. Al parecer, todo había sido una pantomima ideada por la emperatriz, celosa de su rival, pero las consecuencias fueron que Virginia tuvo que regresar a Turín fastidiadísima en 1860. Pero la que tuvo, retuvo, y en un par de años después, tirando de contactos, logró que la orden de expulsión fuese revocada, y volvió a París, si bien no a los brazos del emperador (al que de todos modos no le quedaba mucho en el puesto).

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El papel diplomático exacto de Virginia ha sido muy discutido, ya que ella misma se encargó de airear su supuesta influencia y asegurar que hasta el Papa le debía su puesto. Tuvo otros amantes poderosos, como banqueros y aristócratas, aunque de nuevo, realidad y ficción se mezclan en el mejor espíritu de la fotografía Scherzo di Follia.

Con la madurez, la Castiglione temió perder lo que más valoraba: su aspecto. Se obsesionó con no contemplar ni dejar ver su hermoso rostro, pintando de negro los espejos de su casa de la plaza Vendôme, cerrando las ventanas y no saliendo de casa a pasear a sus perros obesos más que de noche, y con la cara tapada con un velo. Paseaba así por las calles de París, con sus vestidos pasados de moda, y sus legendarios collares de perlas al cuello, reconocible como una sombra del pasado.

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Un año antes de morir, intentó montar una exposición con sus fotos llamada "La mujer más guapa del mundo". No lo consiguió. Tenía manía persecutoria y terror a que le robaran las joyas o a que los guardias o los espías enviados por "los poderosos" tramasen algo contra ella. Pero puede que no todo fuese paranoia.

Cuando falleció, a los 62 años, con su siglo, en 1899, el gobierno italiano se encargó de entrar en su casa y tirar toda correspondencia comprometedora y varios fragmentos de su diario al fuego. Los secretos de la mirada de aquella fotografía se fueron con ella.