Casi todas las relaciones que construyen una vida media están determinadas por patrones muy concretos. Parejas, padres e hijos tienen sus fechas señaladas, sus leyes. No es así para la amistad: queda siempre algo descolgada. Es la protagonista durante la infancia y hasta la entrada en el mundo adulto, pero luego no se sabe muy bien qué pasa con ella. Acaba así como diluida entre responsabilidades, asociada a la evasión de otros roles –mujer, madre, hija–.

Lo veíamos en las comedias románticas de principios de los 2000 donde todo giraba en torno a una boda –sobre todo sus títulos–. Las amigas eran el entretenimiento en la sala de espera del matrimonio. A no ser, claro, que se perteneciese a ese grupo –dios nos libre– de las solteronas. Series como Sexo en Nueva York intentaron una puesta en escena romántica y glamurosa de ese grupo ya no ridiculizado, pero tampoco salió muy bien. Las amigas eran entonces un par de oídos a los que contar amores y desamores; sus preocupaciones y anhelos poco importaban. A esos brunchs cada una había ido a hablar de su libro.

Me parece injusto tomar algo que nos apoya, nos guía, nos forma y nos conforma como una sala de espera. Sobre todo teniendo en cuenta que el matrimonio, esa gran institución, acabará ocurriendo a la par que la jubilación al paso que vamos. La edad media a la que se casa una persona en España son 37 años. En el año 2000, eran 30. En 1976 –primer año del que hay datos disponibles en el INE–, era a los 25. Ya veis el patrón. Un patrón que implica algo sobre lo que escribió la periodista Rebecca Treister en un artículo para Salon: «Durante los 20 y hasta los 30, las mujeres nos proporcionan el sustento emocional e intelectual y la curiosidad compartida sobre la vida que ya no obtenemos de nuestros padres, ni de nuestros maridos, ni de nuestras parejas sexuales temporales o inexistentes». Las amigas nos hacen quienes somos, a través del vínculo nos construimos como mujeres adultas.

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Que luego esto se diluya tiene que ver, según la médico psiquiatra y psicoterapeuta Berta Pinilla, con los clichés sociales y las necesidades y prioridades que nos imponen. «Ser buena madre, pareja o tener éxito laboral son aspectos que parece prioritario cumplir. Estos nuevos roles que aparecen cuando nos hacemos adultos desplazan otros que teníamos. La prioridad del día a día nos va arrastrando a ello», explica.

«En la juventud, la amistad se construye por admiración, por sensación de pertenencia; de adultas, esto no es necesario porque ya hemos formado una identidad: lo que necesitamos son compañeras de vida»

Mantener bien fuertes estos lazos de amistad es importante aunque decidamos seguir un modelo tradicional de vida –si es que esto existe a día de hoy– y, qué se yo, casarnos. Es normal que, a medida que crecemos, nuestras responsabilidades lo hagan también, y con ello la repartición de tiempo sea distinta, pero no debemos permitir que el vínculo se debilite. Además de los beneficios físicos y psicológicos ampliamente demostrados –sin ir más lejos, ese gran estudio de Harvard que concluyó que la clave de la felicidad son las relaciones humanas después de estudiarnos desde 1938–, la amistad nos equilibra y nos ayuda a reconocernos porque evoluciona con nosotras. «En la juventud, la amistad se construye por admiración, por sensación de pertenencia; de adultas, esto no es necesario porque ya hemos formado una identidad: lo que necesitamos son compañeras de vida», explica Mireia Cabero, psicóloga, profesora de Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación en la UOC y directora de Cultura Emocional Pública. «Entonces nos reconocemos porque hemos pasado por una experiencia de vida relativamente similar: frustraciones, decepciones, alegrías, miedos, sustos».

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Fotograma Sexo en Nueva York

Nos reconocemos en el presente como iguales y podemos abrir línea directa con nuestro ‘yo’ del pasado, por todo eso que escribió Treister –y que todas hemos vivido– de crecer las unas con las otras. «Una amiga nos ha acompañado en muchas situaciones, ha visto todas nuestras facetas, y por ello nos aporte un anclaje con lo que somos, con esa parte de nosotras ‘escondida’ entre los roles del día a día», explica Pinilla. Al relegar la amistad a un segundo plano «perdemos una parte de nuestra identidad; queda un ‘hueco’ que las demás parcelas de nuestra vida –hijos, pareja, familia– no pueden cubrir, por mucho que nos satisfagan», añade. A lo largo de la vida, nos perderemos infinitas veces, es parte de la condición humana. «Las amistades son un ancla para recolocarse, para volver a la casilla de salida, a unos valores y un propósito de vida que podemos haber olvidado», afirma Cabero. «Como un faro, nos recuerdan qué raíces no merece la pena olvidar».