Todo el mundo habla del adictivo aroma de los recién nacidos, tan embriagante como difícil de describir. Porque, claro, un bebé huele a… bebé. Es algo único e imposible de encapsular. Hasta ahora: este proyecto, llevado a cabo por expertos alemanes en la materia se ha atrevido a afinar con los matices, y relaciona a los más pequeños con un ligero toque floral. Con vocación de betatester, me he acercado a la axila del pijama que mi hijo de 21 meses se ha puesto en la última semana (que es de donde el estudio original ha extraído las muestras) para comprobar si olía a jazmín, rosas o lavanda. Nada de eso llegó a mi pituitaria, tan solo el jabón del detergente de Marsella que uso para lavarlo.

Si respirar profundamente al lado de un lactante puede llevarte al séptimo cielo, cuando han cumplido los quince años, el sentimiento está más próximo al rechazo y a la arcada. El gran hallazgo de este estudio tiene que ver con el modo en que se desarrollan el sebo y las glándulas sudoríparas durante la pubertad, ya que es en ese preciso momento cuando los jóvenes comienzan a producir un compuesto que huele a sudor y orina, con niveles más altos de sustancias descritas como olfativamente similares al queso, al moho y a las cabras. Entrevistados por The New York Times, los autores de la investigación no se atrevieron a decir que unos olían bien y otros mal, pero puntualizaron que las diferencias documentadas “podrían contribuir a definir un color corporal menos agradable en el caso de los adolescentes”. Repito: queso, moho, cabras. Pura descomposición.

No me extraña que sea precisamente a esas edades cuando muchos comenzamos a definirnos a través de los perfumes (por mucho que nuestros padres trabajen en paralelo, buscando un desodorante a la altura de nuestras axilas). Recuerdo perfectamente cómo busqué entre las fragancias juveniles de mi época (Flor, de Agatha Ruiz de la Prada, Agua de Vida, Don Algodón…) hasta descubrir la intensidad ambarina de Dune, de Christian Dior para instalarme en ella una buena temporada. Qué te digo, viví una adolescencia excesiva.

Creo que fue doscientos mililitros más tarde cuando pillé al novio que por entonces tenía montándoselo con otra en una discoteca y le le cogí manía. Al novio (ex instantáneo) y a Dune. De alguna manera, cada vez que la olía me recordaba aquel bochorno mayúsculo, aquella infidelidad en directo, aquella ruptura sin previo aviso. Fui incapaz de terminar el frasco, y me prometí que nunca jamás volvería a pasarme eso: no podía tener solo un perfume en mi neceser, porque no quería que ningún olor definiera una época buena o mala de mi vida (Spoiler: eso es imposible, el gel de Mimosa de Lush solo lo utilicé después de dar a luz y sigo recordando su olor floral ajabonado como uno de los mejores de mi existencia).

Confieso que el haber sido periodista de belleza tantos años ha contribuido a afianzar esa promesa de la infidelidad olfativa. Yo cambio de aroma a diario. De Happy (Clinique) a Paloma Picasso, pasando por La Panthère (Cartier) o Dior Addict. Tengo más de tres decenas de perfumes que me ayudan a difuminar mi estela aromática, a experimentar con el layering y a cambiar de registro en función de mi estado de ánimo. Soy una afortunada, pero algo me dice que habría hecho lo mismo si me hubiera dedicado, qué se yo, a la abogacía.

Muchas veces pienso en esas personas que son fieles a su fragancia durante décadas. Los asociamos a un olor que ellos, instalados en la cotidianeidad de las mismas vaporizaciones, ni siquiera distinguen. Me acuerdo de mis amigas Laura y Bea con Narciso Rodriguez, de Andrea con DKNY, de Pilar con Chance (Chanel)… y aunque me encanta recordarlas con unas notas específicas y valoro su fidelidad y constancia, sé que mi camino pasa por explorar y descubrir nuevos senderos. Siempre, eso sí, huyendo del queso, el moho y las cabras.