Soy una persona con alopecia androgénica que lleva más de quince años con el mismo peinado (un centímetro arriba, un centímetro abajo) y color de pelo: un long bob con raya al lado de manual que nunca pasa de moda porque jamás está de moda. Nunca he sido capaz de cambiar, pero disfruto hasta la extenuación viendo el buen cabello ajeno. Siempre atenta a todo lo que yo no tengo, me deleito ante las melenas negras y frondosas, esas con las que merece la pena invertir en el secador de Dyson porque si no una se eterniza tratando de quitar la humedad. Jamás me ha ocurrido. Me gustan los rizos, los cabellos ondulados y hasta aquellas ortopédicas formas en zig zag con las que peinaban a todas las niñas para el día de su comunión en los años noventa. Nunca las he llevado. Admiro también esa mecha sutil en el rubio ceniza cuya titánica tarea consiste en camuflar las canas que empiezan a asomar cuando crece la raíz. Lo cuento de oídas.

Después de todos estos años de silencioso acecho melenil, desde mi acomodaticio corte medio, discreto e invisible, también he llegado a un buen puñado de conclusiones estéticas y me he embolsado una tremenda cantidad de prejuicios. Por ejemplo, durante muchísimo tiempo estuve convencida de que el pelo corto envejecía. Y de esa burra no me apeaban. No me refiero al de Miley Cyrus o al de Florence Pugh, que son rabiosamente modernos y casi un ejemplo de rebeldía frente a un canon silenciosamente instaurado. No, hablo más bien de esa permanente con canas (o rubio platino), casi al punto de nieve, que lleva tu abuela. O ese pixie despeinado (pero de verdad, no con cera) con el que tu tía te deleita cada vez que la ves. ¿Por qué demonios querría alguien en su sano juicio peinarse así?

Recuerdo un reportaje en el que Alyson Walsh se preguntaba ¿Por qué las mujeres mayores siempre tienen el pelo más corto?. En él explicaba que tradicionalmente se ha considerado que llegadas a una edad, el universo parece conspirar para que nos cortemos de una vez por todas la coleta. Además de que el cabello cambia su textura y color, volviéndose más difícil de domar, la sociedad insiste en que a una persona que ya ha pasado la menopausia no le pertenece una melena larga -como mucho un eterno recogido- porque, entre otros argumentos, podrían confundirla con una bruja o una cualquiera. Ya entiendes a qué me refiero, y tu tía y tu abuela también.

Ahora que lo pienso, ¿sabes por qué he creído toda la vida que el pelo corto envejece? Porque se cuentan por cientos las mujeres que, a mi alrededor, han renunciado a una parte de su feminidad con ese gesto tan sansoniano de dejar atrás la juventud, la belleza y la visibilidad a golpe de tijera. Lo peor de todo es que en la mayoría de casos, el corte definitivo se ha dado de manera inconsciente.

Por supuesto, hay excepciones. Pero yo he venido aquí a hablar de generalidades, y no me negarás que a una universitaria que se hace un pixie (como muestra, este experimento publicado en The Huffington Post) se le puede valorar la valentía de la experimentación y a una septuagenaria que toma la repentina decisión de dejarlo largo (fue lo que hizo Helen Mirren después del confinamiento) el mundo la obliga a argumentar su decisión hasta el punto de terminar definiéndose como “radical”. ¿Sabes qué te digo? Que no hay nada más radical que saber qué se espera de nosotras y, coincida o no, hacer lo que de verdad nos apetece.