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o estaba preparada para la sorpresa que me deparaba mi primer día de clase en la Universidad de Filadelfia. Cuando entré en clase, allí estaban. Varias chicas vestidas con unos enormes pantalones de pijama muy gastados, sudaderas, chanclas de piscina y en la cabeza una cosa a medio camino entre una coleta y un moño. Supuse que todo aquello respondía a que se les habían pegado las sábanas, pero, a medida que fueron pasando las semanas, me di cuenta de que no era así. Para estas chicas, llevar aquellos pijamas medio rotos a clase no era algo puntual: era su forma de vestir.

Nunca antes había visto a nadie vestir de forma tan extraña. En mi Puerto Rico natal, ir bien vestida es un rasgo básico de nuestra identidad. Siempre me han enseñado a llevar puesta ropa interior bonita, "por si me pasaba algo" (para que los de la ambulancia no pudieran decir ¡Guau, mira la ropa interior de esta chica, qué pena!). Mi abuela se suele arreglar incluso para ir a la gasolinera, porque “nunca sabes con quién te puedes encontrar”. Me crié en un país donde la expresión "antes muerta sencilla" refleja muy bien nuestra mentalidad a la hora de vestirnos, así que no estaba preparada para ver lo que vi aquel día.

Es cierto que en ocasiones he probado a vestir de una manera más sencilla, pero ha sido a costa de un gran ejercicio de fuerza de voluntad. Recuerdo perfectamente cómo cuando estaba en 6º, por 50 centavos, los viernes nos dejaban ir al colegio vestidas con ropa que no fuera la del uniforme (lo que constituía una buena forma de recaudar fondos para el colegio).

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D.R.
La autora con uniforme

Uno de esos viernes, decidí ponerme una enorme camiseta negra con un mensaje ecologista, unas medias negras con calcetines blancos por encima y unas botas de montaña. Corría el año 1994 y yo quería ir vestida como una verdadera grunge, pero en cuanto llegué a clase y miré a mi alrededor, me di cuenta que todos mis compañeros iban con ropa normal, sobre todo con pantalones, y en mi caso parecía que todavía llevaba el pijama puesto. Me pasé todo el día triste y avergonzada y aquello me marcó para el resto de mi vida. De hecho, ahora, 24 años más tarde, aún puedo recordar perfectamente todo lo que sentí aquel día. Nunca volvería a vestirme de aquella manera.

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Laia Garcia
Con un look alternativo a pesar del calor de Puerto Rico.
Y cuando llegó el día del baile de graduación, todas íbamos emperifollás como si tuviéramos que aparecer por una alfombra roja.


Tal vez fue una respuesta inconsciente a la presión a la que te somete la sociedad para que vistas de forma femenina, pero lo cierto es que cuando llegué a la adolescencia y me fijé en Gwen Stefani, la cantante de No Doubt, aquello se acabó para mí.

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Paul Natkin//Getty Images

Empecé a utilizar camisetas de tirantes que dejaban ver los sujetadores de vivos colores que me compraba mi madre. Cambié las sandalias y los zapatos de tacón que tanto les gustaban a mis amigas y a las mujeres de mi familia por zapatillas de deporte y botas aparatosas. Pensándolo bien, creo que tenía bastante sentido que Gwen Stefani fuera mi referente. Vale, no era muy femenina, pero se pintaba los labios de rojo, siempre iba muy bien peinada y el hecho de que dejara ver los tirantes de su sujetador para mí fue suficiente.

Fue un acto de rebeldía puramente superficial.

Me burlaba de las chicas que se pasaban horas y horas con el secador en la mano, pero, al fin y al cabo, yo también perdía mucho tiempo arreglándome para salir. Tanto ellas como yo siempre teníamos algo que estrenar el fin de semana; un top, unos zapatos, una nueva manera de maquillarnos…. Y cuando llegó el día del baile de graduación, todas íbamos emperifollás como si tuviéramos que aparecer por una alfombra roja. En mi caso me teñí el pelo de azul, me lo corté y me puse un vestido muy sencillo de lentejuelas y unos zapatos de tacón dorados. No podía renunciar tan fácilmente a mi estilo a medida que pasó el tiempo, comencé a notar que mis raíces seguían estando ahí, aunque ahora se manifestaban de una forma más sutil.

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Cortesía de Laia García
Laia García en un fiesta de los quince.

Seguía estrenando vestido el primer día de trabajo y en los cumpleaños y en Año Nuevo solía ponerme un vestido elegante, pero tampoco demasiado formal. Era algo que no hacía a diario, pero cuando visitaba a mi familia durante las vacaciones iba a todas partes con vestido y tacones, daba igual si se trataba de una fiesta o solo nos íbamos a sentar a charlar en el patio de la casa de mis padres. En cierta ocasión, recuerdo haberme quedando mirando a las mujeres de mi familia. Estaban bebiendo cerveza y la mayoría iban con un pantalón vaquero corto, un top y unos zapatos de cuña. Mi abuela, por su parte, llevaba el pelo muy corto y teñido de rojo, un top dorado de malla transparente que dejaba ver su sujetador y las uñas pintadas también en color dorado. Fue entonces cuando me di cuenta de cuánto habían influido aquellas mujeres en mi forma de vestir.

Hace unas semanas, para salir a la calle y afrontar el calor neoyorkino, me puse unos shorts vaqueros, una blusa de lino a rayas con un par de botones sin abrochar para que se viera mi sujetador amarillo y unas sandalias azules de tacón de Prada. Mientras caminaba, me puse a pensar que, finalmente, me había convertido en una de ellas. Vale, me tuve que poner una tirita en el pie en cuanto pasaron un par de horas, pero no me importó. Antes muerta que sencilla.

Vía: ELLE US