Me fui a Buenos Aires y después de 10.000 kilómetros aterricé en el invierno. No sólo me alejé del verano, también de mis maletas, que se perdieron o se extraviaron, o estuvieron largo rato fuera de cobertura. A lo largo de casi dos horas permanecí en el Aeropuerto Ministro Pistarini Ezeiza vestida con unas sandalias y un jersey fino que pensaba reemplazar, al llegar el equipaje, por lanas, zapatos, calcetines. El concepto «fuera de lugar» nunca cobró tanto sentido como ahí, acusando las cinco horas de diferencia horaria, frente al carrusel en el que aparecía cualquier bulto menos los míos. Esperé el milagro hasta que una amabilísima trabajadora del aeropuerto se apiadó de mí y me ayudó a empezar los trámites para recuperar mis maletas en esa pesadilla que son las hojas de reclamaciones, que piden un sinfín de detalles concretos y explicaciones en momentos en los que una nunca está en condiciones para ofrecerlos. Y de ahí, cabizbaja, con mis sandalias, tomé un taxi que me llevó al invierno.

Ezeiza está a 35 kilómetros de Buenos Aires, y mientras el taxista, Alfredo, me contaba el frío que estaba haciendo aquellos días, pensaba que aquel concepto de estar «fuera de lugar» no sólo se debía al jet lag y al repentino invierno, sino a las dos primeras temporadas de la serie 'After Life', que había visto en el avión. Cuesta salir de determinadas vidas, aunque sean de ficción. O porque me temo que nunca son tan sólo de ficción. A grandes rasgos, la serie, de 2019, cuenta la historia de Tony, interpretado por Ricky Gervais –que además de ser el actor principal es el director y guionista–, mientras atraviesa el duelo por la pérdida de su mujer y es un inspirador ejemplo de la necesidad de tejer una red comunitaria para salir de determinadas crisis. La serie está trufada de momentos memorables, pero me quedo con una trama de la segunda temporada: Emma (interpretada por Ashley Jensen) está enamorada de Tony y él, a pesar de que también siente algo por ella, no sabe cómo gestionarlo porque no logra superar la pérdida de su mujer. Se lo dice así de claro y le ofrece una solución temporal: que sigan viéndose como amigos sin que nada cambie, como en un eterno día de la marmota, hasta que él esté mejor y pueda dar el paso. De alguna manera le está pidiendo tiempo, compañía en su agónica espera, y, contra todo pronóstico, ella acepta diciéndole esto que me parece tan valiente, sobre todo en tiempos impacientes como los nuestros: «I’ll take groundhog day» –me quedaré con el día de la marmota–.

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Pensando en esa frase llegué al centro de la ciudad, a los cinco grados del invierno real, y, al despedirme de Alfredo, mi teléfono sonó y la chica que amablemente me había atendido después del extravío de mis maletas me dijo que justo habían aparecido cuando me había marchado.

Alfredo y yo regresamos a Ezeiza habiéndonos hecho ya casi amigos. Tanto que me atreví a contarle esta idea que ahora es columna, y le remarqué esa petición que le hace Tony a Emma añadiendo: «Quizás él necesita más tiempo, no quiere empezar algo sin saber si será capaz de hacerlo bien». Y me miró por el retrovisor extrañado, como si no entendiera qué era exactamente lo que me gustaba de la escena que tan vívidamente le describía. Prolijo en explicaciones para todo lo demás, sólo respondió: «Y así se le pasa la vida a uno, esperando el momento».

Aún no he decidido si veré o no la tercera temporada de 'After Life': la magia de las interpretaciones es que, en mi opinión, del día de la marmota siempre se sale (la prueba es que mis maletas finalmente aparecieron). Pero la ficción tiene eso: que es hipótesis y deseo, también espejo. Que está abierta, que se escapa. Y quizás también Alfredo tenga su parte de razón y la vida se nos pasa ahí, frente al carrusel, listos y preparados para ese momento oportuno que nunca terminar de asomar.