Aquel que no frecuenta los tradicionales mercados de abastos, se topa al entrar en ellos con uno de los grandes enigmas de la Humanidad: ¿cómo pueden cohabitar en un mismo espacio cinco fruterías y seis carnicerías que aparentemente venden lo mismo, al mismo precio? No parece tener sentido comercial abrir una tienda sin ninguna ventaja competitiva en un sitio donde sobra oferta.

El enigma se esclarece en cuanto uno empieza a hacer sus compras regularmente en el mercado del barrio. Allí se descubre muy pronto que no es fácil ir a un puesto distinto cada día que uno hace la compra. En el tiempo en que te limpian un pescado o te cortan una carne en filetes, se suele entablar una conversación sobre cómo vas a cocinar tal cosa, a quién traes a comer, lo buenas que están las alcachofas este mes, y con la charla se empieza a construir un vínculo. Luego un día te bajan el precio de una merluza, o te regalan varios pimientos de una extraña variedad para que pruebes lo buena que está, te dan a probar de un chorizo que no sabías que existía y finalmente uno acaba por contraer una relación formal con su tendero que excluye la posibilidad de serle infiel con otro.

Porque traicionar a tu pescadero yéndote con el del final del pasillo es una traición más abominable que engañar a tu pareja, cambiar de equipo de fútbol o abandonar a tu perro en un descampado. Toda traición se hace a escondidas, pero cambiar de puesto en el mercado es algo que no se puede hacer sin ser visto y por ello exige una sangre fría propia de un psicópata.

Tanto es así, que si voy en busca de bacalao para hacer un pil pil y mi pescadero no tiene, desisto de mi propósito de menú, y me adapto a lo que ofrezca ese día, por mucho que en el resto del mercado haya doscientos bacalaos.

Esta fidelidad tiene recompensas que la vida va descubriendo. Quizás la mayor de todas ocurrió hace cuatro años, cuando estábamos encerrados en casa por la pandemia, y el único lugar al que me estaba autorizado ir, donde pudiera sentir calor humano, era el mercado de Chamartín. Allí mi frutero y mi pescadero me llamaban por mi nombre cada día, me preguntaban por mi familia, me ofrecían lo que sabían que me produciría el consuelo de la buena mesa, se demoraban el tiempo que fuera cortando las cosas como me gustan y me daban el palique que no te da el tipo del banco, el del supermercado ni el de la gasolinera. El mercado fue esos días el último reducto de la humanidad.