Ocurría siempre en el momento más inesperado. El profesor había repartido los exámenes y, agotado el tiempo previsto, empezaba a pedirlos de vuelta a gritos mediante ese temido «¡entregamos!». A partir de entonces las cartas estaban dadas. Si eso, los más atrevidos, en caso de que fuera tipo test, rellenaban corriendo y a voleo las últimas preguntas deseando que la suerte –la iban a necesitar– les acompañara. Pero, salvo contadas ocasiones, cuando llegaba la señal de devolución de los exámenes, casi nada podía arreglarse ya. «¡Entregamos!» significaba algo parecido a «lo importante tienes que haberlo hecho ya».

Hace unos meses, contaba el humorista y actor Manu Sánchez, en el programa de radio 'Hora 25', que, justo después de que le diagnosticaran un cáncer, sintió frío. Un frío helador. Él daba por supuesto, como casi todos (aunque sea esta una de esas verdades que preferimos no decir en alto), que iba a disponer de 80 o 90 años de vida. Y teniendo todo ese tiempo por delante, no había razón para correr. Pero claro, de repente llegó el frío y alguien dijo «¡entregamos!». E imagino, aunque eso no lo dijera en la radio, que Manu también se habría convencido de que postergar es una manera legítima de vivir. ¿Aprender a cocinar? Más adelante. ¿Visitar a aquel amigo? Hay días, el año que viene. ¿Cambiar de trabajo? Ahora no me viene bien. ¿Y la relación? Bueno, para eso nunca es el momento. Inocentemente, uno está convencido de que queda mucho para repasar las preguntas del examen. Pero eso lo dejamos para luego. Porque siempre existe un luego, ¿verdad?

En 'Qué es el qué', de Dave Eggers, uno de los libros que más he regalado a lo largo de mi vida, se cuenta, a pesar de que esa no es la trama principal, una historia de amor. Dos chicos, Valentino Achak Deng y Tabitha, refugiados ambos en Estados Unidos después de huir del terror que asola su país de origen, Sudán, se enamoran. Viven, cada uno, en una punta del país. Son jóvenes y tienen, como dice aquel refrán tan mentiroso, toda la vida por delante. De manera que ellos mismos, incluso el confiado lector, asumen que esa vida les dará un margen: el amor es algo que puede ir dejándose para otro día, para más adelante.

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El protagonista, Valentino, uno de los Niños Perdidos de la guerra civil de Sudán, dice: «No puedo contar las veces que he maldecido nuestra falta de prisa (...). Nos creímos jóvenes, nos dijimos que ya habría tiempo para amar en el futuro. Es una forma de pensar horrible. Ese no es modo de vivir, esperar para amar». Porque Valentino y Tabitha, a pesar de la juventud, de esos 80 o 90 años que creemos que se nos otorgan a cada uno de nosotros al poner el pie en el mundo, nunca logran estar juntos.

A veces suena una alarma. La alarma, dirigida exclusivamente a Manu, a Valentino, a Tabitha, a ti, a mí, dice «¡entregamos!». Y no queda tiempo más que para levantarnos de la silla y mirar compungidos al profesor, lamentando nuestra mala cabeza. Porque, al final, de cocina ni hablar, ni fuiste ver a ese amigo, tu trabajo es el de siempre y Tabitha murió. Oriana Fallaci escribió que la vida hay que llenarla bien, aunque al llenarla bien se rompa. Por eso, aquí un recordatorio: es preferible no dejar blancos en las preguntas del examen. Nunca sabemos cuándo nos van a pedir que, rápido, ahora mismo, ya, nos levantemos porque no queda tiempo y hay que entregar.