Para cuando leas esta columna, enero se estará acabando. Los propósitos de enmienda que te hayas fijado para 2024 habrán pasado ya la difícil prueba de las primeras semanas de renuncia. Lo normal es que te hayas propuesto dejar el tabaco, y quizás hayas recaído. Puede que también hayas dejado el alcohol por una temporada, y también el pan. Quizás en tu armario cuelgue un pantalón o un vestido de un pasado más delgado al que te hayas propuesto volver sin reventarle las costuras, tras una dieta salvaje que acabará cuando llegue el verano.

Dejar los vicios y adelgazar suelen ser las empresas más comunes a las que uno se encomienda en un mes tan árido como el que ahora nos ocupa: muchas y muchos de los que me leéis habréis ya desistido de vuestras metas o estaréis a punto de hacerlo.

Dejar esos malos vicios que nos ofrecen un consuelo fácil e inmediato es ciertamente heroico, sin ellos es difícil aguantar meses tan duros como este o el febrero que viene. Celebremos a todos aquellos que lo logran. Pero yo quisiera ofrecer desde esta página un consuelo a aquellos que fracasaron pronto, o que están a punto de fracasar en su empeño de dejar los malos hábitos que hubieran querido dejar atrás. A ellos les digo que si no son capaces de dejar de hacer lo que quisieran dejar de hacer, mejor dediquen sus esfuerzos a empezar a hacer cosas que hagan de su vida algo mejor. A veces es preferible concentrar nuestras fuerzas en emprender cosas nuevas e ilusionantes que despilfarrar nuestros empeños en abandonar vicios y costumbres demasiado arraigadas. Podemos así darnos la oportunidad y el tiempo de aprender a hacer un arroz en su punto, a tejer una bufanda de lana, a encontrar y reconocer una seta comestible, a bordar un mantel, a recorrer una piscina olímpica a crol, a completar un palíndromo de más de veinte sílabas, a leer las tragedias de Sófocles, a jugar una partida de backgammon o a subirse el pico Almanzor en la sierra de Gredos.

Cuando uno alcanza a introducir en su vida algo nuevo, ocurre a veces que se desbordan los cauces por los que discurrían las costumbres que no sabíamos cómo abandonar, y lo que viene termina por inundarlo todo y, como una riada, acaba por llevarse con ella aquello que pensábamos que nunca se iría