Escribí varios diarios a lo largo de la infancia y la adolescencia, y desde que dejé de ser joven me encanta extraviarlos en cajas, hasta olvidar lo que escribí en ellos, para luego abrirlos un día y reencontrarme con alguien que fui. A veces me leo con el alivio que causa no estar atrapado en aquellas obsesiones y fantasías de las que uno pensaba que jamás se liberaría: intensos amores no correspondidos, odios irreconciliables hacia compañeros de curso cuyo pecado era escuchar a grupos de música que yo despreciaba, planes revolucionarios para quemar edificios gubernamentales y poner en marcha utopías simplistas que no tenían más desarrollo teórico que un par de pintadas en los baños del colegio. Otras me leo con asombro, y encuentro que era más ocurrente que ahora, y me parece que he malogrado cualquier talento que pude haber tenido y que no soy más que un edificio incompleto y abandonado que no tuve la determinación de acabar.

Hace poco les leí a mis hijas un extracto de un diario de 1991, cuando tenía 15 años, en el que me lamentaba por no haber vivido en Inglaterra o EE. UU el final de los 60 y principios de los 70, cuando campaban por ahí The Doors, Led Zeppelin, The Stooges o Jimi Hendrix, que eran para mí los profetas y apóstoles de la única religión verdadera. Estaba huérfano de un tiempo y de un lugar al que sentía que pertenecía, y me parecía que vivir en el irrelevante Madrid de los 90 era una auténtica derrota vital.

Escribo esto desde un interminable vuelo a El Salvador, sentado al lado de un director argentino más joven con el que estoy haciendo una serie, y que tras hablar de los excesos de las bandas que volvieron a traer el rock en los 90, me pregunta qué edad tengo y si tuve la suerte de vivir con conciencia algo de esa gloriosa década que él idealiza como hacía yo con el final de los 60.

«Sí, la viví a conciencia», le contesto, y pienso ahora que probablemente no haya habido una época más feliz y una ciudad mejor para vivirla: fin de la Guerra Fría, fin de la mili, conocimiento del SIDA y de las consecuencias de la heroína, Internet era demasiado lento para ser adictivo, llegada del programa Erasmus y del Interrail, caída de las fronteras en Europa con la zona Schengen, auge del nuevo flamenco, el subidón de autoestima del 92, había ausencia total de miedo a la policía, permisividad extrema e incívica como la que anhela un estudiante con ganas de marcha: se podía aparcar encima de los árboles, fumar canutos en los restaurantes, cerrar los bares cuando quisieras y poner la música hasta reventar el tímpano a los vecinos. Y, sobre todo, ninguna confusión histérica con temas identitarios, más allá de saber si eras de salir por Malasaña o por Argüelles, de Nirvana o de Guns’n’Roses. Pero entonces, ay, los 90 nos parecían un burdo remake de los 60.