Cuesta lo mismo ser agradable que no serlo. La semana pasada, sin embargo, cuando me subí al tren y llegué a mi sitio, bendecida con una mesa compartida, mi asiento en dirección contraria al sentido de la marcha, puse en cuarentena este dogma de la amabilidad. Antes de que el tren arrancara, con retraso, claro, me había enfadado con cada uno de los pasajeros del vagón, en especial con el joven apoltronado a mi lado, comiendo patatas desenfrenadamente, y con la pareja –79 años él y 80 recién cumplidos ella– que iba enfrente de mí, que trataba de encajonar una bolsa de comida entre sus pies. El trayecto de Barcelona a Córdoba dura cuatro horas cuarenta y un minutos. Con el retraso que llevábamos, llegaríamos a seis. Con mi mal humor, la cifra podía doblarse, triplicarse.

Decía Sergio Pitol que un novelista es alguien que oye voces a través de las voces y con ellas va trazando el mapa de su vida. A menudo vuelvo a esa frase y trato de dilucidar en qué consiste esto de desentrañar voces de voces, si no será que existe un eco, un patrón que sólo quien presta atención es capaz de vislumbrar.

Ella, la mujer de enfrente, se llamaba Encarna; él, Paco. Hablaban, se regañaban –"que no voy a cargar yo con el bastón", "que fíjate tú qué pochos están los plátanos" y "anda, que ya estamos en Puertollano, pero qué dices si esto es Ciudad Real"–. Abrí el ordenador sobre nuestra mesa compartida, en la que ahora también había un par de yogures de melocotón y una torta de aceite. Me puse los auriculares para silenciar esa algarabía de voces y ruidos y, mustia, aunque tratando de no ser desagradable, me resigné.

En una inspiradora conversación entre John Berger y Susan Sontag –'To Tell A Story', de 1983, que puede verse en vídeo– ambos pelotean sobre la idea de qué es escribir historias, y Sontag se pregunta si lo que realmente nos atrapa es saber si una historia es verdad o no, si eso es lo importante.

Después de varias horas de tren, la pareja, con la bolsa con la comida en los pies de ella, el bastón, que él había dejado en el compartimiento superior, empezó a no molestarme. "Nos conocimos con 15 años" –me dijo Paco ignorando mis auriculares– "y nos caímos regular". Ella añadió: "Y regular nos llevamos ahora". Sin embargo, entendí que, en su lenguaje, las voces a través de las voces, eso significaba que eran los mismos adolescentes enamorados de antes, aunque con arrugas y unos cuantos nietos. Finalmente, me quité los auriculares y hablamos. Antes de llegar a Córdoba, empezaron a recordarme a mis propios abuelos y sentí una profunda nostalgia. Se quedaron dormidos y, de escondidas, les hice una foto: Encarna apoyando su cabeza sobre el hombro de Paco. No me despedí para no despertarlos y porque las despedidas siempre significan que algo se acaba. Estos días, cuando aparece su foto en el teléfono, los recuerdo y trato de comprender la historia que me contaron. Walter Benjamin decía que el arte de contar historias era el de saber seguir contándolas. Al fin y al cabo, Sherezade se salva porque cada día puede seguir dándoles forma, oyendo las voces a través de las voces, arrancando de ellas una nueva historia. Supongo que las historias anidan en algún lugar entre la ficción y la verdad, y ese lugar bien puede ser la mesa compartida de un tren.