Voy a empezar diciendo que, en el libro 'Los últimos días de Roger Federer y otros finales', el escritor Geoff Dyer rescata una anécdota reveladora. Dice así: «Durante una discusión en una mesa redonda, una vez le pregunté a John Berger por su longevidad creativa, cómo se las había arreglado para escribir tantos libros durante un periodo de tiempo tan largo. Fue, dijo, porque creía que cada libro sería el último». La subrayé, la pensé. Después, la trasladé al primer párrafo de esta columna en la que querría simplemente decir esto: no se me ocurre mejor manera de vivir o de escribir que agarrados a ese ímpetu, a esa tendencia que asegura que, con buen o mal resultado, lo haremos lo mejor que sabemos. Lo dice también la canción, "bésame, bésame mucho, como si fuera la última vez", porque no sabemos cuándo efectivamente será esa última vez –y eso me temo que jamás estará en nuestras manos–, pero sí lo está vivirlo como si así fuera.

En segundo lugar, quisiera rescatar este párrafo de Rosa Montero en La loca de la casa: «Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y libros. (...) Todos los humanos recurrimos a trucos semejantes; sé de personas que cuentan sus vidas por las casas en las que han residido, o por los hijos, o por los empleos, e incluso por los coches. Puede que esa obsesión que algunos muestran por cambiar de automóvil cada año no sea más que una estrategia desesperada para tener algo que recordar».

Para ser tenemos que contarnos y para contarnos es preciso recordar. Repito a menudo que la memoria es el gran editor de nuestras vidas, que sin ella moriríamos, porque es connatural al ser humano ese deseo de ponerse en palabras, ese deseo de encontrar un relato coherente que, de no existir, habrá que inventar. Para construirlo necesitamos de hitos, de postes. Y en mi caso, coches no porque no conduzco, casas o habitaciones tampoco porque me habría perdido en el recuento, hijos tampoco, así que, como Rosa Montero también yo cuento los años en cómputos de novios y libros. Y así, me digo: el año que conocí a X, cuando terminé la novela, la Navidad en que lo dejamos con Y. Pero además de recordar todo lo que fue, recuerdo especialmente lo que no fue.

Lo cuentan las películas y las canciones: se evoca especialmente lo que uno hubiera querido que fuera. De manera que, en ese mismo orden de cosas, repaso también las novelas que hubiera querido escribir, ese relato que murió en en intento, que se quedó en el cajón, a la espera de un momento mejor. Aquella persona a la que al final no llamé. Porque nos definen los deseos, las tentativas, los arrepentimientos, pero eso apenas lo contamos en esta estrategia desesperada para tener algo que recordar.

A todos nos han hecho alguna vez esa pregunta, la de cuál es el secreto de una vida plena, de cumplir años, de envejecer. No hay una respuesta, o no sólo una, pero creo que tiene que ver con eso a lo que apunta John Berger. Con vivir los hitos de los que habla Rosa Montero como si fueran los últimos, sin dejarlos anclados al subjuntivo del deseo. Sin permitir que los deseos no cumplidos nos determinen, sumidos en esa nostalgia tan literaria de lo que pudo haber sido. Un día quisiera preguntarle a Rosa Montero si los novios y los coches habría que vivirlos también como si fueran los últimos. Imagino que responderá que sí. Después, le preguntaré cómo hay que hacerlo.

Laura Ferrero es escritora y autora de ‘La gente no existe’