Es miércoles por la noche. El calor va y viene: las calles ya no están vacías, pero queda una suerte de resistencia del verano. Me recuerda a la primera lavadora de finales de septiembre: tender el biquini en esta época es ciertamente cruel. Yo, que he pasado el verano escribiendo con las ventanas de mi despacho abiertas, he sentido el comienzo de este nuevo curso como una estampida y he tenido que cerrarlas de nuevo para evitar que la calma conseguida se rompiera. Pero hace calor, otra vez, así que debo abrirlas y dejar de resistirme al ritmo colectivo de septiembre.

Leo mucho por las tardes. Devoro libros como hacía tiempo. Forma parte de un proceso creativo profundo que me hace bucear entre las ficciones de otras personas y la mía propia. Historias de mujeres, en su mayoría, muy distintas entre ellas, pero todas con un punto en común: el desplazamiento en el mundo. Nos veo así, como cuerpos descolocados que luchan por volver a ocupar el lugar que nos pertenece. Ese movimiento, crónico, es cansado, precisa de una narrativa para comprenderlo de verdad. La parte buena es que ha encontrado su sitio allí donde siempre hay hueco para los apartados: en la cultura. Es nuestro refugio.

También he visto muchas películas y series. Los días cansados suelo entretenerme con algún 'thriller' que no me asuste demasiado porque, en esencia, son historias cerradas, y eso me hace ir a dormir con la cabeza despejada. Los días melancólicos, en cambio, busco relatos existenciales, amores complicados, dramas de treintañeros. Algo que muestre la complejidad de estar vivo. No busco una explicación porque sé que no la tiene: me basta con verlo. No es lo mismo sentirse solo que sentirse perdido. Todos, de alguna manera, nos sentimos así. Esa sensación, en esta época, creo que es una de las cosas que más nos une.

Una de las series que he visto recientemente se llama 'Todo lo que amas'. Es un drama noruego que se puede encontrar en el catálogo de Filmin. El argumento es interesante: cuenta la historia de Sara, una joven que descubre que su novio forma parte de un grupo de neonazis. Ella se enamora de él sin saberlo y, cuando se entera, todo se da la vuelta. La serie va profundizando entre la condena clara y las justificaciones, y lo hace con brillo hasta los momentos finales, que vi ya entrada la noche y que me decepcionaron y me dejaron sin dormir.

Sin entrar en spoilers, hay algo que observo en la ficción y que me molesta profundamente. Las minorías sociales (mujeres, inmigrantes, homosexuales...) están personificadas en seres absolutamente perfectos desde un punto de vista ético. Las madres han de ser compasivas con los hijos maltratadores porque su amor ha de ser incondicional, los inmigrantes están obligados a ser buenas personas con los racistas que los desprecian porque sólo así se darán cuenta de que no son tan molestos, los homosexuales deben comprender a los que les rechazan porque, ay, es que son de otra época. Todos deben hacer un ejercicio de tolerancia con el intolerante. La bondad, llevada al extremo, es igual de tóxica que la intransigencia. No lo compro. No me parece real. Me niego a que, además de luchar por nuestros derechos, tengamos que emplear el tiempo que nos queda en educar a quien no quiere ser educado.

Extraño los retratos reales. Ansío ver en la pantalla al excluido que se rebela, que se enfada, que no acepta la situación y cae en un comportamiento no esperado. Acudo a la proyección de una película brillante: 'Fuego'. En ella, todos los personajes muestran su dualidad: se equivocan, ocultan, mienten, fallan. Y lo hacen, sencillamente, por puro instinto. Somos eso: luces y sombras. Admitirlo rebaja el peso, hace que nos encontremos.

Defiendo el derecho al enfado. La rabia de los oprimidos, bien gestionada y dirigida, también sirve de escudo y de avance. La comprensión ante la sinrazón, a fin de cuentas, la blanquea. Y también defiendo el derecho al fallo, a elegir el camino incorrecto, a equivocarse, a no hacer lo que se espera. A ser personas, en definitiva. A no comportarnos de una manera perfecta por miedo a darles razones para seguir odiándonos. ¿No tendría que ser al contrario? ¿No estamos mirando al lugar equivocado?

Hace calor, he abierto las ventanas y el ruido se cuela en mis palabras. Pero lo tengo claro. Voy a seguir buscando en la ficción historias que hablen de la realidad, sin adornos. Y si no las encuentro, voy a escribirlas yo.

Elvira Sastre es escritora y traductora literaria.