El año que Bad Gyal sacó 'Fiebre' y Rosalía aún era “la chica que cantaba 'Antes de morirme' con C. Tangana”, mi amiga Andrea me trajo de China una sudadera falsa de la firma Vetements. La combinaba con unas Air Max 97 y con un 'tote bag'. Llevaba el pelo igual que Mica Argañaraz, compartía piso en Malasaña, acababa de descubrir a Virginie Despentes y utilizaba el término 'normie' despectivamente.

'Normies' eran aquellos que todavía no conocían ni a Bad Gyal ni a C. Tangana, ni por supuesto a Rosalía, sino que iban a festivales que nunca eran el Primavera o el Sónar y disfrutaban viendo una y otra vez a Vetusta Morla o a Izal. Habían estudiado ADE, derecho o alguna ingeniería y, a sus 'veintibastantes', tenían salarios más dignos que el mío y que el de la mayoría de periodistas, diseñadores gráficos, directores de fotografía, estilistas y músicos con los que me relacionaba. Pero sus cuentas de Instagram eran más aburridas y sus descripciones de Tinder menos ingeniosas.

Si me ponía torera, en lugar de 'normies' los llamaba peatones del GTA, expresión que le había copiado a un amigo fotógrafo, que a su vez le copió a un 'youtuber' –aunque esto lo supe más tarde–. Los peatones del GTA eran culpables de celebrar San Valentín en La Tagliatella, de organizar despedidas de soltero con disfraces y de afirmar que su película favorita era Pulp Fiction.

Para diferenciarse, uno podía echar mano de dos cosas: el consumo o la ironía. Como ellos compraban 'best sellers', bastaba con decantarse por libros de editoriales independientes, preferiblemente catalanas. Si los 'normies' disfrutaban genuinamente de 'Operación Triunfo', 'Friends' o el reguetón, era suficiente con darle a todo ello una pátina de ironía para disfrutarlo igual que ellos pero sin culpa.

friends
NBC//Getty Images

Los normies vestían todos igual: como decidía Amancio. O eso pensaba yo el año que Bad Gyal sacó 'Fiebre'. Pero un día que no sabría fechar, quizá paseando por la calle Fuencarral o echándome unas cañas en el Dos de Mayo, empecé a darme cuenta de que nosotros, los que utilizábamos normie despectivamente, los que, aunque no lo verbalizáramos, dividíamos el mundo en un ellos (los 'normies') y un nosotros, éramos aún más parecidos. No sólo vestíamos idénticos sino que también lucíamos los mismos tatuajes, teníamos las mismas aspiraciones, nos emocionaban las mismas canciones, nos comprometían las mismas causas y nos emborrachábamos en los mismos bares.

Nos parecíamos incluso en no darnos cuenta de lo paradójico que era sentirnos tan especiales siendo calcos unos de otros y, sobre todo, de lo que dictaba el mercado en cada momento. Nuestras similitudes traspasaban incluso fronteras, ya que seguramente un 'normie' francés era distinto de un 'normie' español, pues ellos tendrían su Guitarricadelafuente y su María Pombo gabachos. Nosotros, sin embargo, éramos exactamente iguales en Madrid a la fauna de Kreuzberg en Berlín, de Williamsburg en Nueva York o de Dalston en Londres.

Así, otro día que no sabría fechar, empecé a sospechar que igual la 'normie' era yo por pensarme tan especial, por despreciar a quienes no se consideraban distintos ni perseguían la diferencia, por establecer un ellos y un nosotros en base a algo tan ridículo como lo que uno produce y, sobre todo, consume. Porque puede que en tiempos de culto a lo diferente, a lo disruptivo y a lo original, lo verdaderamente extraño sea pensarse, quererse y declararse uno normal, 'normie', un orgulloso peatón del GTA.