Confitándolas convenientemente en aceite, durante dos horas a fuego muy bajo, las alcachofas adquieren una melosidad maravillosa. Si añadiste pimentón de la Vera antes al aceite calentándose apenas, la alcachofa sabe a fiesta Mayor, ahumada, tiernísima, deliciosa.

Pienso en mis alcachofas al pimentón mientras me como unas, medio crudas, sin sabor, en un restaurante que acaba de abrir. Miro el local reluciente, los apliques de luz recién puestos, los grabados elegantes, las camareras atentas, con mandiles impolutos, y me pregunto si hago bien diciéndoles que muy bien, cuando me preguntan qué tal ha estado todo. ¿Cómo decirles que las alcachofas no sabían a nada, que la ventresca no estaba muy fresca, que, salvo las anchoas -que eran de lata y han traído sin pan-, todo lo demás era mediocre?

Cuando me preguntan en un restaurante qué tal me ha parecido la comida, entro en conflicto. Si no me ha gustado, esbozo una insustancial sonrisa y digo, sin mucho entusiasmo, un genérico "todo muy bien". Si me ha gustado, alabo un detalle particular como "genial la torrija salada", y procuro ser efusiva. Me parece justo alabar el trabajo que hacen en la cocina, gente que se esfuerza por hacer las cosas bien. Cuando se trata de un lugar nuevo, siempre, salvo que todo haya sido un desastre, me ahorro la opinión hasta la segunda visita cuando el restaurante está ya más rodado.

"Pienso en mis alcachofas al pimentón mientras me como unas, medio crudas, sin sabor, en un restaurante que acaba de abrir"

Pero hoy, en este lugar, no les ha convencido mi cara de "muy bien todo". Ha salido el cocinero y me pregunta por las alcachofas. Mis acompañantes ponen cara de resignación, han pasado conmigo por cosas así en otras ocasiones. Digo que estaban un poco crudas y que no me gusta mascar los pelillos de dentro. Se embarca en una explicación larguísima sobre la alcachofa y cómo las que nos han servido vienen de Tudela y emplean sal de no sé dónde. Yo ya no digo nada, lo único que quiero es huir. Mis acompañantes se acercan a la puerta, como fingiendo que ya no me conocen.

Ahora le toca a la ventresca y el hombre se embarca en una interminable defensa de la que nos han servido con romesco, que es su estilo de servirla. Le digo que lo del romesco vale, pero que el producto no me parecía de primera. Me interrumpe: "De primera no, de primerísima". Y dale con que es de Cádiz, que sus proveedores son lo más mejor, etc., etc., etc.

"Cuando me preguntan en un restaurante qué tal me ha parecido la comida, entro en conflicto"

A estas alturas, ya veo que el hombre no quiere mi opinión, lo que quiere es que le dé la razón, y en mi cabeza, como en muchas ocasiones, bullen al mismo tiempo dos y hasta tres ideas: dejarlo por imposible y darle la razón en todo, rebatir sus argumentos con toda la paciencia que me sea posible y la tercera, tirarle al suelo y hacer que se coma su delantal con el nombre del restaurante bordado.

Respiro, suspiro, asiento, miento: "Tendré que volver otro día", digo. "Bueno, hasta la próxima". Y entonces pronuncia una frase que me enciende por dentro: "Igual hoy no tenías el día, ven otro día, ya verás". No, no me vuelvo y le digo: "Igual eres tú el que no tenía el día". Tampoco entro al trapo ni le tiro al suelo ni monto un numerito. Cuando salgo por la puerta sólo pienso en hacer mis alcachofas al pimentón de la Vera esta noche. Al cabo de un mes, paso por la puerta del restaurante y veo un letrero: Se busca cocinero/a, incorporación inmediata. Y no me extraña nada.