Bistronomía. Es la tendencia que suma enteros en Madrid en los últimos años, esa filosofía 'foodie' que mezcla producto, creatividad y técnica de la alta cocina con lo informal de un bistrot. Es, sin ir más lejos, la relación calidad-precio perfecta. El término lo inventó en 2004 el crítico francés Sébastien Demorand refiriéndose a Mon vieil ami, una institución de l'île Saint-Louis parisina que ya cerró sus puertas y en la que Antoine Westermann, con protagonismo casi total de las verduras, actualizaba con técnica y sentimiento esas recetas de casa en un entorno casual y sin aspavientos, a modo de 'table d’hôte'. Su pato asado con nabos caramelizados y cuscús era una de sus grandes estrellas.
En la ciudad de la luz no descubro nada nuevo al hablar de otra institución de esta ‘bistronomie' antes incluso de que se acuñara la palabra. Ensalzada por el mismísimo Alain Ducasse, la argentina Raquel Carena ha hecho de su descentralizado Le Baratin, en el barrio de Belleville, un destino gastro único en París. La zona bulle ahora de propuestas pero ella lleva treinta años apostando por su cocina de base, de madre, con fantástico producto de temporada, magníficos fondos, sin locuras, elaborados cada día para una lista de platos que se muestran en una pizarra al comensal. Aún recuerdo su 'chou farci', un repollo relleno épico que no he vuelto a comer, a pesar de su sencillez.
En España, Rafa Peña es uno de los abanderados del movimiento de Bistronomía con su Gresca, en Barcelona, otro bistró moderno y sin artificios en el que conocimiento y trabajo se ponen al servicio de lo reconocible. No suele haber más de tres ingredientes en 'hits'para repetir y repetir como su bikini de lomo ibérico y queso comté (o de níscalos), los guisantes con morro y trufa negra, el flan de dashi con cañaíllas, la codorniz a la brasa...
Si vives en Madrid, puedes hacerte una idea excelente en el restaurante del hotel Santo Mauro, que él capitanea; una de las mesas más bonitas y románticas de la capital, con un jardín de ensueño para comerse la primavera bajo su pérgola.
Hay muchos ejemplos ‘bistronómicos’ de reciente aterrizaje a anotar en tu agenda, como los fabulosos Chispa o Comparte Bistró en Chueca, el primero con influencias entre Asia y el Mediterráneo y un desbordante genio contemporáneo; el segundo, un viaje entre París y Cádiz con platos desenfadados pero magistrales en esta línea de lo relajado (esas albóndigas de pato con su magret curado y salsa de foie son un sueño). Llama la atención, sin embargo, el despliegue de estos conceptos a apenas unos metros de distancia entre Lavapiés y La Latina.
El domingo pasado improvisé con amigos, tarea imposible ya en esta ciudad, una mesa en Tatema, en la madrileña calle Argumosa. De su carta en manteles de papel con curiosísima selección de vinos y aroma de brasa es imprescindible su brócoli frito con un aliño delicioso de sésamo y lascas de parmesano, sus trigueros con brie a la parrilla, yema curada, crema de ajo asado y panceta ibérica o su ssäm de cerdo con salsa tonkatsu. Cada vez que voy, me gusta más y no superas los 30 euros (otro imposible).
Me pasa igual con Trèsde, diminuto comedor en el que puedes elegir entre tres entrantes, tres principales y tres postres de un menú de 46 euros (ya subió). Aitor Sua, Lucas Fernández y Miguel Vallés han dado en el clavo con un seductor negocio, una casa de comidas actualizada y cercana en la que se saborea la sensibilidad y el gusto por lo bien hecho. ¡Y qué decir de Marmitón y Barmitón, o de Toga y Toguita! A pasos unos de otros, estas dos parejas de hermanos han encumbrado como pocos esta tendencia de la que hoy te hablo, y platos como ese steak tartar con un puntito de kimchi y avena o esos noodles con atún con club de fans y camisetas propias. ¡Imperdibles!