En 2013, la escritora Anna Wiener tuvo una revelación parecida y la contó en un libro fantástico, Valle inquietante (Libros del Asteroide). El valle era Silicon Valley y lo inquietante, la cantidad de tontería que rodeaba a la vida laboral. Mientras en el resto del mundo trabajar todavía era eso: trabajar, en ese valle una panda de visionarios en chanclas y sudadera fundaba hubs de creatividad para revolucionar cosas como el alquiler de vivienda o el desayuno, que llevaba ya un tiempo necesitando una revolución. En el resto del mundo seguimos el canto de sirena de ese nuevo corporativismo tan cool. Las empresas dejaron de ser empresas para ser ‘familias’ y el trabajo dejó de ser trabajo para ser un juego al que jugar las 24 horas del día.

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Los que llevamos pocos años por aquí entramos a un mundo laboral sostenido sobre esa cultura corporativa un pelín sectaria. Entramos y no cuestionamos porque entramos agradecidos y en deuda. Por todas partes se escuchaba: había precariedad. Poco a poco, sin embargo, las miras comenzaron a ensancharse. Elisa Sánchez, profesora de Psicología Laboral en la UDIMA y directora de la consultora laboral Idein, explica como hacia finales de la década de 2010 fuimos testigo de nuevas formas –teletrabajo, flexibilidad– y valores –diversidad, cuidado del medioambiente– en el mundo laboral; formas y valores que, poco a poco e impulsados por una pandemia que nos hizo parar y pensar, comenzamos a demandar y a buscar en otros lugares. «En nuestro país uno de cada tres profesionales declara que está abierto a un cambio de empleo y, si se repiten las cifras del año pasado, uno de cada tres lo conseguirá», afirma Oriol Mas, director general de Randstad Learning y Human Capital Consulting.

En la pandemia, el trabajo calificado como ‘no esencial’ quedó recluido al hogar. Sin cafés ni desayunos ni cotilleo: al desnudo. Sin el atrezo fue más fácil ver lo que fallaba: «Vimos como muchas empresas, a pesar de que se les llena la boca al decir que lo más importante son las personas, siguen estando exclusivamente orientadas a resultados. Si te pagan un curso de mindfulness, pero te siguen presionando con tiempos y resultados, no sirve de nada, es maquillaje», explica Sánchez.

Libertad, autonomía y diversidad

El cambio es más sencillo cuanto menor la costumbre, y por eso el cambió ha empezado con los que llevamos pocos años por aquí. «La generación X y parte de los milenials piden libertad y autonomía, diversidad, que no haya discriminación salarial», apunta Sánchez. Pero sobre todo, dice, piden coherencia, «que los cambios en la sociedad se vean reflejados en la empresa, que no sea solo maquillaje, que se cuide de verdad a los trabajadores».

No se trata de hipersensibilidad o de generaciones burbuja, sino de «dejar de normalizar dinámicas que no eran sanas, y que generaciones anteriores normalizaban con una coraza puesta», explica. Desnaturalizamos lo naturalizado y ya no compramos el cuento. Al entrar en una empresa esperamos trabajo duro y retos y buenos compañeros, pero no una familia. «El salario sigue siendo el factor más importante, y los milenials valoran especialmente la conciliación y la flexibilidad», añade Oriol Mas. Las jornadas de team building y la botella isotérmica corporativa están muy bien para la foto, pero no sirven si el marco tapa un agujero en la pared. Todos los conceptos creados por el equipo de talent para enmascarar la precariedad nos suenan un poco a ese valle inquietante del que hablaba Anna Wiener.

Nos importa nuestro trabajo y lo ejercemos con responsabilidad, pero hay una cosa en la que coincidimos: sobra tontería y falta sentido común. La periodista Noreen Malone concluyó en un artículo publicado en un número que el New York Times dedicó al devenir del mundo laboral que «es probable que el futuro del trabajo se parezca mucho más a su pasado de lo que nos gustaría admitir». Como el pan de masa madre y las legumbres a granel y los abrigos que duran más de un invierno: no estamos inventando la pólvora. No queremos revolucionar el trabajo, queremos despojarlo de ese corporativismo ya rancio para que primen la intención, el propósito y las cosas bien hechas. Para que no se quede todo en un eslogan. Mirar al pasado con los aprendizajes del presente y dejar a los que vienen un mundo laboral mejor que el que nos hemos encontrado.