El tiempo libre no existe. Pienso en ello ahora que por fin he terminado un proyecto literario en el que llevo inmersa de manera física, pero sobre todo mental, el último año y medio. En los momentos de más agobio y cansancio, me he lamentado pensando en todo lo que me hubiera gustado hacer en vez de estar encerrada en un cuarto frente a una pantalla en blanco.

A menudo, imagino los placeres de una vida dedicada exclusivamente a la lectura y el cine, por ejemplo. A pasar toda una tarde metida en una bañera de agua espumosa, con olor a las sales de lavanda que me regaló mi hermana. Fantaseo con una copa de vino, una bomba de baño de colores fosforitos y un libro que me dure un par de horas. «En cuanto acabe esto, lo hago», me prometo.

Y me cuento el resto de las cosas que haré: pasear más por la ciudad, llevar a mis perros al río sin reloj, pasar toda una mañana leyendo en el sofá, volver a mi librería favorita, descubrir nuevas exposiciones o recuperar la fotografía. Sin embargo, cuando llega ese momento me siento tan cansada y vacía por el esfuerzo realizado que necesito encontrar otro proyecto con el que rellenar el tiempo.

Y entonces surge una gira por otros países, otra idea literaria o mañanas metida en el gimnasio para recuperar un poco la energía, y todo lo demás se difumina con un gesto. Mi cuerpo ya vive en esa rutina y lo demanda. «Tengo que seguir trabajando, no puedo dejar pasar la oportunidad», afirmo mientras niego con la cabeza.

Me pregunto a qué se debe todo esto. ¿Por qué somos incapaces de dejar que el tiempo trascurra sin hacer nada con él? ¿Por qué tenemos la necesidad de sentir que estamos haciendo algo productivo constantemente? Parece que en verano descansar resulta mucho más sencillo porque una gran parte del mundo se rinde a ello. «Está permitido», nos decimos. Ahora sí. Pero por alguna razón, no nos concedemos el descanso el resto del año.

Recuerdo la época del confinamiento. Estaba llena de proyectos. En apenas un par de semanas viajaba a Colombia y Ecuador a una gira ya organizada e iba a sacar un nuevo poemario. La primavera es la época de mayor cantidad de trabajo para mí porque coinciden lanzamientos con ferias del libro y distintos festivales, así que llevaba un tiempo preparándome para darlo todo.

Entonces, el mundo se paró. Los vuelos se cancelaron. La publicación se pausó. Las puertas se cerraron. Y nos quedamos todos en casa; muchos sin trabajo. Después del shock inicial y dejando a un lado la incertidumbre y el miedo por la situación sanitaria, familiar y económica, reconozco que no me resultó difícil parar. Es más, de algún modo lo agradecí.

Recuperé lecturas, dormí mucho mejor y me deshice de la culpabilidad por pasarme horas sin hacer nada. En verdad, lo estaba haciendo todo. Reconecté con mi vida personal y por primera vez no sentí que deseara estar en otro lugar, como me pasa a menudo cuando la carga de trabajo es demasiado grande. Disfruté de mí, de mi casa y de mi vida, aunque estuviera encerrada.

Si pude hacerlo entonces, lo sé ahora, es porque todo el mundo estaba exactamente igual que yo. Somos una sociedad espejo. Todo lo que hace el otro o la otra llega a nosotras como un reflejo. Nos proyectamos en ellas. Y nuestra calma también está en su descanso.

Vivimos en un mundo que premia la productividad por encima de cualquier otra cosa, que nos define por nuestro trabajo, que exprime nuestra vida y hace que lleguemos cansadas a casa, donde nos esperan las mismas cosas que dejamos sin hacer por la mañana. Es exhausto. Lo sabemos. Así que peleamos por horarios más flexibles, una mayor conciliación, una retribución justa y una diversidad que nos permita encajar en este sistema capitalista sin perder nuestra identidad por el camino.

Estamos intentando reconstruir la relación con el trabajo desde una perspectiva emocionalmente sana. ¿Es posible? Ya lo creo. ¿Es sencillo? Me temo que todavía no. Nuestro descanso no es algo que deba depender de nuestra capacidad de decisión: debe obligarse y formar parte de nuestros derechos laborales desde el principio. ¿Recordáis las tablillas de los horarios del colegio en la que pintábamos con colores la hora del recreo? Creo que no sería mala idea recuperarlo, aunque ya no estemos de vacaciones.