La primera canción que se aprendió mi primer hijo, con un año y pico, fue 'Canciones de amor a ti', de Rigoberta Bandini. En realidad, solamente se sabía tres palabras y una la decía mal, pero cuando se la ponía en Spotify y la reconocía empezaba a repetir en bucle «amoooo a ti», y yo me reía siempre mucho.

En un punto de la canción, la letra se interrumpe y suena lo que parece un audio de WhatsApp de la cantante, en el que confiesa que, antes de ser madre, cuando alguien le hablaba sobre cómo era tener hijos pensaba que estaba exagerando. «No puede ser tan heavy», creía Paula Ribó. Sin embargo, al tener a su bebé se dio cuenta de que con la maternidad «se te multiplica todo, es como estar vivo, pero con 200 tentáculos más. Para lo bueno y para lo malo».

A mí no se me había ocurrido la metáfora de los tentáculos, pero las primeras semanas tras el nacimiento de mi hijo, incluso los primeros meses, pensé mucho en una frase de Alberto García-Alix que dice que la fotografía «te lleva al otro lado de la vida, de donde no se vuelve». Eso sentía que había hecho conmigo la llegada de mi hijo: llevarme a un estado del que no había marcha atrás. A un lugar del que nunca volvería. Y del que no querría volver.

Como Rigoberta Bandini, yo también pensaba que muchas madres y muchos padres exageraban cuando hablaban de su experiencia como tales. Por ejemplo, cuando enumeraban todas las cosas que habían aprendido de sus hijos, yo me preguntaba qué narices se podía aprender de una vida por estrenar, de un ser que está casi en blanco, que es todo proyecto y que ni siquiera es muy consciente de su existencia.

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Después llegó mi hijo y empecé a ser otra, una muy parecida pero con algunos matices, como si me hubieran instalado una actualización. El cambio se materializó en detalles tontos como que, desde que él nació, ya no me da vergüenza cantar. Ni en privado, para ayudarle a dormir, ni en público, cosa que siempre evitaba hacer Dios sabe por qué.

Su llegada al mundo también afectó a otros aspectos un poco más relevantes, como el hecho de que empezara a concebir mi cuerpo como algo más que una carcasa que había que tener siempre impoluta, como algo más que una bestia que había que disciplinar, incluso si esa disciplina pasaba por el castigo. Me di cuenta de que no servía únicamente para ser odiado o admirado, sino que también era capaz de dar vida y alimento. Y para alguien que hace menos de diez años se sentía orgullosa cuando la báscula marcaba menos de 40 kilos, este descubrimiento de perogrullo es casi una gesta. Así que lo que comentaban los padres era verdad: antes de haber dicho siquiera su primera palabra, antes de tener conciencia de sí mismo, de que él era y yo era con él, mi hijo ya me estaba enseñando.

Otra cosa que empecé a hacer cuando nació fue mirar al resto de madres con otros ojos, supongo que los de la complicidad. A las que empujaban un carrito nuevo y a las que un día empujaron el mío, a mi propia madre, a mis abuelas. Me hice consciente de sus tentáculos, de que un día cruzaron al otro lado de la vida y ya no volvieron nunca. Y empecé, también, a preguntarme cómo eran antes, qué habría cambiado en ellas. Si concebían su cuerpo de otra manera. Si les daba o no vergüenza cantar.

Ana Iris Simón es periodista y escritora.