Siempre se me han antojado completamente absurdos los rankings de los 50 mejores restaurantes, los 100 mejores cocineros o barmen o reposteros. ¿De verdad que hay alguien que pueda decir con objetividad que tal local es mejor o peor que otro basándose en criterios obsoletos como la calidad de las servilletas? ¿Es un negroni servido en el hotel Le Meurice de París mejor que el que tu camarero de confianza te prepara en el bar de la esquina?

Sabemos muy bien cómo se fabrican esas listas, a qué caprichosos intereses o vaivenes de la moda obedecen. Han creado un entorno fresco y atractivo, donde se muestran diferentes y nuevos talentos, eso es indiscutible, pero también una especie de mundo de ensueño inalcanzable para el común de los mortales. Inalcanzable y, a veces, dudosamente deseable

La comida es asunto de todos. Muchos cocineros hoy están en una especie de soliloquio con los dioses, endiosados ellos mismos. El universo de la gastronomía está siguiendo su estela hacia algo bastante abstracto: sentir una experiencia. Ya no tenemos que rendir cuentas ante el producto, ante lo bueno. Su discurso -encomiable- resulta tan sofisticado que se me escapa. No está mal, claro, pero ¿para quién es? La noción de bien, de bueno, se nos está escapando.

Probablemente el bocadillo de jamón de York y mantequilla es la comida más popular de la cocina francesa: equivaldría a nuestro bocata de chorizo. Vayas donde vayas, una gasolinera, un pueblo en el que todo está cerrado porque es lunes, no importa dónde, una baguette (con diversos grados de frescura) untada con mantequilla y rellena de fiambre (y con suerte, con algún cornichon) te aguarda como un viejo perro fiel.

El crítico gastronómico François Simon publicó el año pasado un libro con el título de Poétique du jambon-beurre [Poética del jamón con mantequilla, Bouquins Editions]. Comer es una necesidad y un placer. Comer también es un momento clave. Frente a tu plato, existes. Delante de tus invitados, intercambias ideas, emociones, sensaciones: así se forjó la gastronomía.

Muchos buscamos gustos y sabores que nos sienten bien, pero también que nos seduzcan, que nos fascinen. Un plato siempre debe ser un descubrimiento, aunque lo hayamos probado mil veces. Mientras unos escuchan música o ven películas, otros comen por nosotros y luego dan su opinión. El trabajo de crítico gastronómico parece intrigante porque suele ser secreto.

Descubrí a François Simon a través de sus artículos y programas en la televisión francesa y sus vídeos de Instagram, en los que nunca le vemos, sólo oímos su voz. En ellos recorre París, Francia y el mundo visitando desde humildes cafeterías hasta grandes restaurantes. Habla con calma, sencillez, transparencia. Le interesan las atmósferas, el orden, los sonidos de lo crujiente, la melosidad, el grado de entrega y autenticidad de los cocineros, la excelencia en los detalles. Basta verle partiendo un mille-feuilles o un croissant o un pedazo de queso. O aspirando el aroma de sésamo tostado en un salón de té de Kioto.

Simon no hace distingos entre la alta cocina o el bistró más sencillo. Entre los locales estrellados en la capital francesa y un minúsculo bar perdido en Shinjuku. Sabe perfectamente que la satisfacción del gourmet no está en la cuenta, sino en la cantidad de paz y deleite que proporciona. Sus vídeos contagian una enorme serenidad. Todos terminan con una iinterrogación: "Est-ce que reviendraije" ["¿Volvería yo?"]. Y cuando dice "oui" ["sí"], podemos estar seguros de que sí, que volverá.