Al principio es solo un comentario inocente, un cotilleo ligero de pausa de café. La primera queja cuando algo no va bien en la oficina sale casi con timidez, pero el mal común es de rápido contagio, y la segunda, la tercera, la cuarta no tardan mucho en llegar. Seguro que lo habréis vivido. Abierta la veda, la indignación de uno construye sobre la frustración del otro y de repente nada parece tener sentido. Lejos quedan ya las ganas de hacer las cosas bien. Para qué, si total. A ese estado de pesimismo colectivo en el trabajo se llega fácil, pero es complicado salir.

Según la última encuesta global de Gallup sobre el estado del mundo laboral, Europa es la región donde los trabajadores están menos comprometidos con su trabajo. Un 71% practica el quiet quitting –hacer lo mínimo indispensable para no ser despedido– (vs. un 52% en EE.UU y Canadá). Dentro de Europa, en España estamos casi en la última posición, con solo un 10% de trabajadores comprometidos. Sin embargo, en cuanto a niveles de estrés, estamos más arriba que otros países donde hay más 'compromiso'.

El bucle es el problema. La queja que gira eternamente sobre sí misma sin llegar a una solución, sin provocar el cambio. El cinismo puede ser una buena herramienta de supervivencia temporal, pero es tóxico a largo plazo. «Si tenemos que pasarnos una tercera parte –por no decir la mitad, si descontamos las horas de sueño– de los días laborables amargados, mal vamos», apunta Enric Soler, psicólogo relacional y Tutor del Grado de Psicología de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). «El cinismo como actitud constante demuestra inmadurez, desconfianza egocéntrica, ausencia de asertividad y empatía, y se expresa en modo de desprecio, hostilidad y humillación por todo y por todos. Se presenta en forma de negativismo, baja o nula motivación, insatisfacción, odio, desconfianza, escepticismo en el mejor de los casos... Estamos hablando de emociones muy negativas», explica. Para Alexander Kjerulf, fundador de Chief Happiness Officer y experto en bienestar laboral, ese pesimismo es una lente que tiñe cada proyecto, cada decisión: «Cualquier cosa que ocurra en el trabajo se interpretará de la peor manera posible. Si ocurre algo positivo, se ignora o se convierte en negativo. Todo es motivo de queja».

Además de ser tóxico para el estado mental del trabajador, esta actitud –que es terriblemente contagiosa–, afecta al rendimiento de la empresa. «Compartir la amargura alivia, e incluso puede hacernos reír un poco. Pero el escenario no cambia si no hacemos algo más. Lo único que conseguimos así es "ventilar" nuestra insatisfacción, y lo estamos haciendo de un modo patológico», explica Soler. Para Kjerulf, es la base de ese término que tanto se escucha en la jerga laboral últimamente: el ‘quiet quitting’. «El trabajador pesimista y cínico se preocupará menos por su trabajo, estará menos motivado para hacerlo bien. Es probable que solo haga lo necesario para no ser despedido», apunta.

¿Cómo frenar este pesimismo?

Teñir 40 horas semanales de todas estas emociones negativas no parece la mejor de las ideas. El primer paso para adoptar una disposición más esperanzadora es conocer la fuente de este pesimismo. Para Soler, casi siempre tiene que ver con la gestión. «Largas jornadas laborales, trato injusto, inseguridad laboral o jefes déspotas. Se instala cuando la empresa dice a bombo y platillo que los empleados son su activo más importante, pero luego no está a la altura», explica. En este caso, empresa y trabajador tienen una responsabilidad compartida. Para la primera, según Kjerulf, lo más importante –como para tantas cosas en la vida– es escuchar de verdad y tener en cuenta lo escuchado. Las preocupaciones de los trabajadores, las fuentes de su descontento. «Apoyarlos, ayudarles a hacer un gran trabajo, hacerles sentir que valen». Con palabras, pero también con hechos. Buenas condiciones, buenos salarios. Si no, las palabras acaban quedándose en nada.

El motivo también puede ser más personal. Un desencanto con la naturaleza del trabajo, con el propósito. En este caso, Soler recomienda ir más allá de lo abstracto y hacerse preguntas concretas: «Puedo hacer otra cosa que me aporte más satisfacción?; ¿qué cosa sería, concretamente?; ¿qué o quién me impide hacerla?. Las respuestas, si son sinceras, pueden ser dolorosas. Especialmente la de la tercera pregunta. Pero también pueden ser muy valiosas para abandonar la senda del cinismo y no convertirnos en profesionales con amargura crónica. Tener las respuestas no nos colocará por arte de magia en la situación ideal, pues ésta –encontrar otro trabajo, desempeñar otro tipo de funciones– depende de factores que escapan a nuestro control. Pero el conocimiento puede reformular la situación presente. Podemos introducir pequeños cambios. Proponer nuevos proyectos o formas de trabajar. Encontrar aspectos interesantes en el día a día del trabajo.

A estas alturas ya todos sabemos que eso de trabaja en lo que te gusta y no tendrás que trabajar ni un día no es del todo así. No todos podemos trabajar en lo que nos gusta, y nada es perfecto por mucho que nos guste. Siempre habrá tareas desagradables o momentos en los que, sencillamente, preferirías estar haciendo otra cosa. Pero el pesimismo y el cinismo –tan instalados en todas las facetas de nuestra vida–, aunque puedan parecer liberadores en un principio, no son una opción a largo plazo. Nadie vive bien instalado en la desesperanza. Tampoco se trata de vivir para trabajar, de utilizar la oficina para reafirmar quienes somos. Se trata de buscar un punto intermedio. El realismo, la comunicación asertiva, la disposición a hacer las cosas bien, la confianza en que ese buen hacer tendrá su recompensa, aunque no siempre en la forma que esperamos.